miércoles, 16 de septiembre de 2009

*Un día de estos, en el Fortín

14 enero 2002

Como casi todas las mañanas me despierta el canto de los pájaros que en esta ocasión quiere decir que el día se compuso. Anoche me dormí con el sonido de la lluvia y el silbar del fuerte viento entre los árboles, los enormes y queridos árboles de por aquí. Estaba agotado pero bien, a gusto como quien dice, con las cuentas bastante en orden. Estoy pasando unos bellos días. Los chicos, mis amados cuatro nietos varones, Javi, Fede, Manu y Santi, vinieron al Fortín a pasar una semana con nosotros. Es la primera vez que los dejan -o se animan a- venir solos, todos juntos, sin los padres. Al llegar nos dieron, a Graciela y a mi, una alegría inmensa. También están nuestros amigos Liliana y José Carlos con los que la pasamos muy bien. Al despertar me acuerdo de ayer por la nochecita en que fuimos con los chicos al estadio Centenario a ver el clásico Uruguay-Brasil. El tiempo era bueno y estábamos bien ubicados. Pasamos un momento entretenido viendo un buen partido y manducándonos los incomparables choripanes de Cattivelli, un festejo popular cuando venimos a Uruguay. De pronto, promediando el segundo tiempo, unos relámpagos rajan el cielo por encima de la tribuna opuesta. Se nos van acercando, claro indicio que la tormenta de un momento a otro nos cae encima. Y así fue. Por la pinta se veía que la cosa se iba a poner espesa de modo que nos fuimos, como todo el mundo, a las primeras gotas. Al llegar a la puerta del Estadio, con dificultades por la cuasi estampida de cuarenta mil personas queriendo escaparle a la lluvia, ya era un tormentón de viento huracanado y agua. El auto estaba a unos trescientos metros así que nos animamos y salimos disparados. Llegamos los cinco hechos agua. Tuvimos que esperar un momento pues no se veía nada a través de los vidrios empañados y en cuanto minimamente pudimos, con el agregado de tener que andar sin ver bien por las calles casi desconocidas de Montevideo, emprendimos los cuarenta y tantos kilómetros de vuelta a casa en medio de un tormentón, incluso con caídas de árboles, que nos llevaba un poco asustados pero al fin de cuentas estábamos empapados pero a cubierto. Al llegar a casa, por la tormenta se había cortado la luz así que nos iluminaban unas pocas velas. Lo primero fue ponernos ropa seca, mientras tanto Graciela nos preparó un rico chocolate caliente que nos entonó y después de reirnos entre todos contando nuestra aventura y la pequeña travesía en medio del temporal nos fuimos a dormir, cansados y contentos. Ahora estoy despertando y recordando tales peripecias en la noche pasada. Mientras tanto, a mi lado duerme plácidamente mi querida compañera. En este momento hay paz en la casa. Todos duermen. Fuera de los pájaros está todo plagado de silencio. Me siento descansado, con ganas de emprender el día y entregarme a las cosas gratas de estas vacaciones: la playa, las caminatas, los juegos, el sol, la lectura, las bicicleteadas, las comidas, las reuniones con la gente querida. Recorro mentalmente mi cuerpo y lo siento bien. Todo -o casi todo- me está funcionando de modo satisfactorio. ¿Cómo poder medir el bienestar de las innumerables partes de mi cuerpo? No con poca razón Shopenhauer decía que el dolor es más notorio que el bienestar y que basta tener un panadizo en un dedo para que se convierta en el centro del universo... ¿Pero qué estoy haciendo con estas absurdas disquisiciones cuando me tengo que levantar para ir hasta el almacén de la ruta a buscar el pan crocante para preparar el desayuno? Esa fiesta de cada mañana con las imágenes de mi niñez, del pan fresquito con manteca de campo y todos juntos alrededor de la mesa, riéndonos y programando la jornada. Por eso, ya me levanto. Además, después tengo que buscar un momento para trabajar sobre un tema: ayer recibí un correo donde Sandra me pidió que escriba una nota sobre los pequeños placeres de la vida. Veremos si se me ocurre algo...

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