miércoles, 16 de septiembre de 2009

**(crítica) tardía crítica a la película La conspiración (In the Valley of Elah) de Paul Haggis

En los contratos de comercialización los autores y/o realizadores deberían exigir una cláusula que ponga a salvo sus derechos e impida a los distribuidores cambiarle el nombre a su obra a menos que se trate de un giro idiomático intraducible.
Lo primero que aparece, antes mismo de ver esta película, es la tontería recurrente y arbitraria cometida por las distribuidoras de alterar, en una caprichosa traducción, su titulo original. En algunos países de nuestra lengua, reiterada dualidad de criterios que agudiza la confusión, se conoció por su directa traducción, En el valle de Elah, que es lo que entre nosotros habría correspondido. Esta práctica deleznable hace que se pongan a enmendar, por razones quizá inconfesables, la intransferible potestad del autor-realizador de ponerle el nombre a su obra. Es como si a Romeo y Julieta, los distribuidores locales la dieran a conocer como Una ardiente escalada en la noche o al Don Quijote Las locas peripecias de un escuálido manchego y su gordito escudero. Esto, que suena a jocoso disparate, es como si al film de Elia Kazan A Streetcar Named Desire (Un tranvía llamado deseo) le hubiesen puesto Amor y locura en el tórrido suburbio, libertad que sin embargo se tomaron con su otro clásico On the waterfront (Sobre el muelle) que aquí la llamaron antojadizamente Nido de ratas y en España La ley del silencio o la excelente película de Tim Robbins The cradle will rock que debía llevar el sugerente título, sujeto a su traducción, La cuna se mecerá lo cual aludía a la intensa obra del mismo nombre que intentó poner Orson Welles en Broadway por los críticos años 30 si no la hubiese prohibido la censura y aquí, y en España, le pusieron el anodino título de Abajo el telón. Hay cientos de lamentables ejemplos por el estilo. Esta es, además de una decisión propia de tontos, una falta de respeto a la obra, al autor y a su destinatario, el público. A veces, como con en el caso que ahora nos ocupa, la arbitrariedad atenta contra el sentido mismo de la obra.
En este caso el título original, En el valle de Elah, refiere a una clave conceptual de la misma y es que, precisamente, en el multifacético valle de Elah transcurre repetido y con sus distintos y espeluznantes rostros el drama que nos conmueve.
La anécdota central y periférica es la tragedia de unos padres ante la muerte de su hijo, agravada por la perversa morbosidad en que ella se va revelando lentamente, tal como ocurrió.
El padre, veterano de la rotunda experiencia de la invasión norteamericana a Vietnam, antecedente no menor, militar retirado que conserva sus manías de cuartel por la prolija manera de tender la cama, planchar sus pantalones, lustrar y acomodar su calzado, moverse, tratar a los demás, establecer sus pautas de rígido patriotismo, cuidar las formas e inducir a sus hijos, contra la voluntad de su mujer, a la sacrificada carrera militar. Constituido como eje del relato va escarbando en la investigación de la desaparición de su hijo, tarea que transita con solvencia y efectividad que llamativamente consigue independizar de su doloroso compromiso afectivo y que, más que acompañarlo, lo va cargando de una energía desoladora.
La madre, una típica madre de militar, que ama a sus hijos pero se somete al rígido verticalismo de su marido y sólo le queda el llanto y la desesperación cuando ya no hay nada que hacer.
La policía detective que se revela como una heroína que deja al descubierto, con su tesón inclaudicable, las miserias confrontativas de la institución a la que pertenece, la Policía, y de su adversaria juridiccional, y principal actora de la historia, el Ejército norteamericano.
El hijo desaparecido, cuya contradictoria personalidad, entre la descarnada perversión y el desasosiego de un niño perdido en su abrumadora circunstancia, que se logra construir no con su presencia sino a partir del relato de su entorno y de una serie de desprolijos registros fílmicos que dotan al asunto de un dramatismo que quita el aliento.
Los soldados compañeros de correrías, tanto bélicas como de juergas fuera de servicio, que terminan poniendo de relieve la destruida calidad humana de este grupo que deja como saldo una insensata aventura guerrera y que se evidencia en la indolente y risueña manera en que el asesino revela, ante el estupor del padre y la detective, como le asestó a su camarada cuarenta y dos puñaladas para después despiezarlo y asarlo.
La compleja clave de la historia aparece, en toda su imponente magnitud, ilustrada en un circunstancial relato del padre para ayudar a dormir al pequeño hijo de la detective, David, cuando le narra las peripecias bíblicas de David y Goliath en el valle de Elah. En el cuento el débil judío, que carece de armas y sólo cuenta con unas piedras y su honda, logra vencer al gigante palestino, no dice filisteo como cuenta Samuel en la Biblia. El diálogo se enriquece cuando el padre le dice al niño que la cuestión es vencer al miedo, que de ese modo no hay monstruo que se resista, a lo que el niño, embelesado con la historia le pregunta, tuviste que luchar con alguno, y ante la respuesta afirmativa le repregunta, y venciste, y el padre no le dice que si, porque en Vietnam, ese valle de Elah, cuando se enfrentó con un monstruo sin armas pero que pudo vencer al miedo, perdió la batalla, y entonces le responde simplemente que apenas sobrevivió, le dice lacónicamente, aquí me ves. En el giro caprichoso que a veces tienen las moralejas, el débil en la confrontación Israel-Palestina se invierte ya que el monstruo invencible, el Goliath, una desmesurada potencia armamentística gracias a la ayuda estadounidense, le cabe a Israel, mientras que el débil, el David, es Palestina, que lucha con piedras y con su decisión de vencer al miedo. Y la historia se repica en Irak, otro absurdo, despiadado y significativo valle de Elah. Y, mal que les pese a los invasores, la cosa le vuelve y se instala en su propio territorio, reproduciendo la barbarie que ellos siembran en el mundo, convirtiendo a su patria, en claras señales de emergencia, como lo ilustra la bandera izada al revés, en otro valle de Elah, esta vez en su propia casa.
Una lapidaria crítica firmada por Diego Brodersen publicada en la Web de Otros cines (http://www.otroscines.com/criticas_detalle.php?idnota=1271) bajo el título Pecados de guerra termina con esta elocuente frase: Por supuesto, La conspiración fue un rotundo fracaso de público en los Estados Unidos. El “por supuesto” tuvo la clara intención de que la circunstancia del “mal negocio” en el país de origen de la película le avalara su juicio condenatorio. Sin embargo creo que está bien, si no fuera que está bastante destruida la mayoría de la opinión pública norteamericana que vive en ese verdadero valle de Elah, la excelente película de Paul Haggis, conducida con la solvencia actoral de los notables Tommy Lee Jones, Charlize Theron, Jason Patric, Susan Sarandon, James Franco y Josh Brolin, hubiera tenido el rotundo éxito que merecía. Pero esa es otra cuestión. Tendrían que asumir con valentía el triste papel que como nación están provocando en el inmenso valle de Elah en que han convertido al mundo entero y donde están, manifiestamente, perdiendo la batalla porque cada vez los débiles le tenemos menos miedo.

Buenos Aires, 15 de julio de 2009.

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