miércoles, 16 de septiembre de 2009

*Me dijeron: elegí un lugar. Elijo Coricancha en el Cuzco

26 / 6 / 2003


Giran imágenes de lugares a mi alrededor. A muchos de ellos podría convocar ahora. Viajes, recuerdos, lugares entrañables, momentos que quedaron tatuados del lado interno de mi piel. Elijo uno. De un viaje. Por Perú y a Bolivia yendo de Arequipa, por Puno, carretera de magia y soledad que lleva el pomposo nombre de Panamericana, en aquel colectivo granja y aquella gente emprobrecida por siglos con sus guaguas a cuestas y las frutas desparramándose sobre todo y encima de todos y el alboroto y el inmenso Titicaca y la ironía de encontrarnos con aquella despojada Copacabana, contracara de la otra más famosa y brillante, en medio de la aridez legendaria del Tiahuanacu...
De vuelta a Perú, decir inolvidable es poco. Una experiencia que te quema las entrañas. Tanta voluptuosidad y tanta pobreza. Mucho para ver, para recordar, para transportarse. Vivencias de una riqueza distinta. Sorpresas increíbles de una cultura diezmada, de manera alevosa, por otra cultura que presume ser modelo de civilización. Lima, el Museo del Oro, Machu Pichu, Cuzco, la fortaleza de Secsahuamán con aquellas moles de piedra que nadie puede explicarse cómo carajo fueron llevadas hasta allí y Ollantaytambo y la piedra de los doce ángulos y la gente y el chicharrón y el té de coca y tanto...
La ciudad de Cuzco, Qozqo en quechua, que quiere decir el centro de la tierra, el centro de todo... Dando vueltas, sumergidos en un vaho de perplejidad, fuimos a parar a un monasterio cerca del centro donde funciona una iglesia, Santo Domingo. Desprevenidos, no sabíamos bien con qué nos íbamos a encontrar. Allí adentro, o mejor dicho, debajo de aquella insignificante, convencional construcción colonial de las tantas con las que la conquista asoló a nuestro continente estaban ocultos, en realidad se los habían querido sepultar, los restos, lo poco que quedaba del Templo del Sol, llamado Coricancha, que es el centro del centro. Y allí nos dimos de frente con la conjunción más impactante, más contrastante, más brutal de lo que hayamos podido ver, con extremos tan categóricos de maravilla y estupidez. Los muros pelados, vibrantes, pulidos de la también llamada Huaca o Waca (lugar sagrado en quechua) del Sol. Allí supimos que las enormes piedras que conforman esos muros son de una roca durísima, alguien dice basalto, roca volcánica, que todavía hoy no se sabe cómo es que puede trabajarse con semejante sutileza, cómo pudieron aquellos andinos sumidos en esa presumible precariedad, cómo pudieron hacer para modelar a la perfección esos adoquines gigantes e irregulares de alrededor de un metro por sesenta a ochenta centímetros que, sin usar argamasa alguna, encastran tan perfecto unos con otros, tanto que al tacto y cerrando los ojos casi no se notan las uniones. Nos contaron, y escuchábamos con vergüenza ajena e indignación propia, que los muros de lo que fue esa enorme construcción de varios cuerpos: el templo más cuatro capillas menores consagradas a la Luna, a Venus, al Rayo y al Arco Iris, los aposentos del sumo sacerdote y las dependencias del resto del personal, todo, estaba recubierto con láminas de oro tallado, trabajado con paciente belleza y los conquistadores, al amparo de la divina cruz y los arcabuces, convirtieron en chatarra y mandaron a Sevilla. En el centro del templo lo más importante, la divinidad, el enorme disco del Sol despidiendo sus rayos benefactores, estúpidamente fundidos en el mismo oro macizo por los depredadores. Esa sutil obra de arte fue también convertida en burdos lingotes para financiar, en la culta Europa y sus alrededores, cruzadas de codicia, guerra y fe, falsamente cristiana. Pero el testimonio más elocuente de grosería que encontramos fue, en un extremo del fragmento de muro, las huellas en la piedra de unos toscos mazazos con los que aquellos ladrones invasores y pecadores del culto a la inteligencia intentaron derribar el templo. Al no darles el cuero, abandonaron el intento y decidieron taparlo construyéndole encima, como un manto de olvido, la Iglesia de Santo Domingo. Un festín para la historia de la cultura de verdad y la antropología dedicada a estudiar las distintas variantes de la miseria y pequeñez humana.
Hace unos pocos años un terremoto sacudió Cuzco. Se derrumbaron edificios, entre ellos la Iglesia de Santo Domingo que los eclesiásticos se apuraron en reconstruir sobre todo porque, en medio de los escombros, habían quedado incólumes, impecables, los muros de Coricancha. Quizás esta vez lo que quisieron tapar fue el mensaje de un Dios avergonzado. O del mismo Sol. Vaya uno a saber.

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