miércoles, 16 de septiembre de 2009

* Carta a mi hijo, que vive en España, que le cuenta cosas de su abuelo Marcelino

Hijo, quiero contarte algo. El otro día, para cambiar el lugar de pago de mi jubilación, tenía que ir a averiguar a la Central del Banco Ciudad que está en Florida y Sarmiento ¿te acordás? Tomé el 24 en la puerta de casa que me deja en Perú y Avenida y así iría paseando tranquilo hasta Sarmiento. Casi nunca camino por Florida. No me gusta. Mucha gente que va como posando. Una especie de calle vidriera. Pero también tiene un cierto encanto que no acabo de entender. Ese era un lindo día de diciembre, sol, sin mucho calor, serían las diez de la mañana y allí fui. A poco de entrar en la calle me vino una imagen: la de mi viejo. Tu abuelo.

El viejo, por largos años, más de treinta, seis días de cada semana, en aquel entonces se laburaba los sábados medio día, “sábado inglés” le decían, mi viejo, te decía, había recorrido ese trecho desde que se bajaba del subte en la estación Perú de la línea A, el de Primera Junta-Plaza de Mayo, tempranito, entraba a las 8, era una época que muchos laburantes empezaban bien temprano, todavía no teníamos incorporada la cultura yanqui del medio día activo, y se iba todas las mañanas a su trabajo. Laburaba en el Banco Popular Argentino de Cangallo (hoy Perón) esquina Florida. Antes, en algún lado, nunca supe dónde, compraba la carne y la verdurita para hacerse el puchero del medio día. Me lo imagino al viejo, tan atildado como era, con sus pilchas impecables y su sombrero o su rancho, también usaba un sombrero de paja, panamá se le decía, casi blanco, para el verano. Linda pinta tenía el viejo. Me lo imagino con la nerca y la verdura envueltas de una manera disimulada, como si fueran masitas, nada de esas grasadas de ir con una bolsita, claro, en aquella época no había esas cosas, ni existía el nylon, así que un paquete, sería, cuando mucho de papel madera y atadito con un piolín blancuzco. Una pinturita. Siempre decía que comía con alguno de sus compañeros. Le oí mencionar varias veces al mecánico, al electricista. Con éste último creo que no se llevaba muy bien. El viejo, no sé si sabías, era el carpintero del banco. De la parte de maestranza, así se le decía a todos los que no fueran empleados, cagatintas les llamaba Arlt. Estaba en el sótano. Entonces el viejo, con esa pinta de gerente, llegaba, se iba al sótano, saludaba al Jefe, Intendente Iribarne se llamaba, y se cambiaba sus pilchas de duque por el overol azul que lo convertía de pronto, como una Cenicienta al revés, en el gallego Marcelino. A veces me imagino escenas en las que un empleado o algún jefe de cuarta lo gastaría al viejo: Che gaita, arregláme el cajón del escritorio que se me trabó y ponele más estopa al asiento este que se me paspa el orto... y el viejo, callado como era y respetuoso de las jerarquías se iría a baraja mientras se le retorcería la vesícula con ganas de rajarle una puteada al imbécil aquel. Al viejo no se le notaba el acento gallego. No tenía casi. Él siempre se enorgullecía diciendo que era más argentino que español. Las pocas veces que le oí cantar, cantaba viejos tangos al estilo de aquellos como “Bartolo tenía una flauta, con un ahujerito sólo, y la gente le decía tocá la flauta Bartolo...” Mucho años después me vine a enterar que eran los tangos procaces de los quilombos de fin de siglo. La flauta con un agujerito sólo. Claro, la poronga. Así que ni el origen gallego ni, tampoco, su condición de proletario se le notaban. Siempre pensé que todas esas cosas no serían más que una estrategia de sobrevivencia, para no pasarla tan mal. Vos sabés que por estas tierras los gallegos nunca tuvieron buen cartel. Así que mientras caminaba por Florida yo iba tratando de reconocer, de sentir desde el piso, desde los viejos edificios, desde el ambiente de aquellos años, como silenciosos testigos que habían sido de ese tránsito cotidiano del viejo, con el diario La Prensa bajo el brazo. La Prensa, otro indicador. Era el diario más bienudo, el de los oligarcas, más garcas que olis, Gainza Paz. Por algo desde el vamos fue el principal oponente del peronismo. Una espina clavada en el paladar de Perón que al final se la quiso sacar al expropiarlo. Era el símbolo más acabado de antiperonismo. Uno de los primeros muertos del régimen fue el asesinato por la represión peronista del obrero gráfico de La Prensa, Núñez se llamaba, caído en una lucha gremial. ¿Increíble, no? ¿Qué hacía mi viejo con ese diario que tan poco lo representaba? Lo mismo que decía antes, me parece que simular. Hay un libro de Ingenieros: “La simulación en la lucha por la vida”, se llama. Uno de mis primeros libros. Eso era. Hoy, mirado a través de los años se me ocurre que merece comprensión esa actitud. Al fin de cuentas, el proyecto del viejo era cortito: su familia, su casa, que la estrechez no hiciera crisis, educar a sus hijos, mantener una estructura chiquita, con dificultades, con un sueldo magro, creo que eran doscientos pesos, una mierda, que a la postre era el único y darse, darnos, los poquitos placeres de la vida. Como cuando cobraba el sueldo, cada vez, y se iba a la Confitería “El Tren Mixto”, creo que había una en Plaza Once, a comprar una docena de sánguches de miga para hacerle la fiesta a su familia. Cada fin de mes. A veces venía Esther, mi hermana, tu tía, con el marido para sumarse. En esos casos el viejo debía traer dos docenas. En la casa, mi casa, de Avenida del Trabajo y Lautaro, del bajo Flores. El viejo la hizo poco antes de nacer yo. Con una guita que había llegado de España, creo que la herencia de la casa de mamá, allá en Laro, Pontevedra, donde dormimos ¿te acordás? en aquella noche que te cagaste de frío por no soportar los ronquidos de tu viejo, herencia del mío. La parte de la herencia que le tocaba a mi vieja se la compró el tío Álvaro. ¿Te acordás de él? Supe que el viejo además para terminar la casa tuvo que pedir un préstamo a un usurero, un médico de la calle Pedro Goyena, Centanaro se llamaba. El Dr. Centanaro. Yo lo conocía porque una vez que me pegué un golpe con una hamaca del parque se me hinchó mucho la pierna y a la semana ni podía caminar y mi vieja me llevó a verlo. Ahí el tipo, yo tendría seis o siete años, me convidó con un caramelo que tenía en una cajita redonda y mientras me sentó en la camilla, con mi pierna arriba, estiradita, y debajo un paño blanco grandote mientras mi vieja me sostenía y de pronto el tordo, sin decir agua vá, me clavó el bisturí hasta la manija, propio en la hinchazón, en el medio de la canilla, y me empezó a salir un líquido denso, amarillento, con algún vestigio rojo y mucho, muchísimo y mi vieja ayudando en la tarea, aguantando mi pierna y el paño blanco donde caía el pus, mucho pus. Fue tan rápida la cosa que no me acuerdo que me haya dolido y, al contrario, me calmó el fuerte dolor que venía sintiendo. A medida que se achicaba la inflamación se me calmaba el dolor. El tordo apretaba y salía, seguía saliendo, mares de pus. Hasta que al final, eso sí fue jodido, me abrió la herida para limpiarme pero al final santo remedio. Volví caminando con la vieja, pobre, me imagino lo que debe haber sufrido en esa situación. Era blanda por afuera pero de aguante. Viejita linda. Ahí creo que lo conocí al tal Centanaro. Años después lo vería con cierta regularidad, todos los meses. Era cuando mi viejo me mandaba a pagarle los intereses del hipoteca. Fue la primea vez que lo vi llorar al viejo. Era de roble el gallego pero esa vez, cuando me contaba los billetitos y me daba las instrucciones para ir a garparle al tordo, se me desparramó en lágrimas. Yo me quedé impresionado por esa actitud increíble. El viejo llorando. Es que él no podía entender, decía, cómo, mes a mes, año tras año, con puntual regularidad, le venía pagando una guita que para él, con la economía super ajustada que había en casa, debía ser como sacarle un riñón en cada pago de los putos intereses y entonces ¿cómo era posible que la deuda fuera siempre la misma, se mantuviera inconmovible? En aquella ocasión me lo dijo, no se si me lo decía a mi o si era una pregunta que él se hacía, esta vez en voz alta. Yo no entendía qué me quería decir. Yo iba, pagaba, el atento Centanaro me recibía la guita y me daba un papelito que yo le llevaba al viejo. Pero no entendía qué era todo eso. Tampoco entendí cuando, años después, mi viejo con mi hermano Alejo defendían a Perón frente a los socialistas que éramos el tío Julio y yo. Firmes opositores a Perón. Defendíamos valores tan importantes como la libertad de prensa, la cultura, qué se yo qué defendíamos. Un buen día de aquella época mi viejo cobró un aguinaldo y con eso y una parte del sueldo que había juntado sin demasiado sacrificio, en un luminoso día, le fue a pagar toda la deuda al prestamista y canceló el préstamo. Tuvo que pasar bastante tiempo y vida para acercarme a entender la significación de aquel hecho y lo relativo de las cosas, de ciertas convicciones, del valor de las ideas frente a tanta lágrima acumulada. Pensaba todas esas cosas mientras iba caminando, lentamente, por Florida esa soleada mañana del diciembre porteño. De pronto llegué a la puerta del Banco Popular, la que daba por Florida que era la entrada del personal y me quedé ahí, mirando la piedra tallada del viejo edificio. Ahora lo convirtieron en la casa central del Banco Roberts. Y miraba esa entrada, esa piedra de un tono rosáceo y me acerqué y la toqué, con el mismo misticismo se me ocurrió que los feligreses le tocan el pié de bronce a la estatua de San Cayetano o San Antonio o algún santo de esos, y el bronce queda como pulido, amarillento de tanto que le pasan la mano. Y me quedé ahí, tocando, tratando de sentir a mi viejo a través de la dura y gastada piedra. No estuve mucho. Tuve miedo que me tomaran por un colifa o un sujeto peligroso que se para en la puerta de un banco en actitud sospechosa. Me retiré un poco y me quedé ahí, mirando, compartiendo con el viejo la experiencia. ¿Cuántas veces había traspuesto esa puerta? De buen humor, cabrero, preocupado, cansado, esperanzado, enfermo, con bronca ¿cuántas? Y aquí estaba yo, un viejo, jubilado, recordando a su papá al que amé mucho más al entenderlo, que respeté mucho más cuando ya no le puedo decir todo lo que lo quiero y admiro. Al que quisiera haber tenido un poco más, pero no al viejo cansado, destrozado después de la muerte de su compañera de toda la vida, mamá, sino a aquel viejo polenta, al gallego querido, que no le pude decir lo que ya es algo tarde para decirle nada. Cuánto me duele ese estúpido y amarrete silencio que se me quedó y que no deja de perseguirme. Treinta años hace pocos días se cumplieron de su muerte. Se fue bien el viejo, en silencio, calladito, estaba cenando, solito y ahí se quedó, con el vaso de tinto entre sus dedos. Y mientras tanto ahí seguía yo, parado, a un costado de la puerta de personal del ex-Banco Popular Argentino. Mirando entrar a Don Marcelino, al carpintero, al gallego Dobal. Y de repente me entró una cosa, como una revelación. Mi viejo estaba ahí, todavía, porque estaba presente en mi recuerdo. Y sólo quedábamos el tío Julio, otro viejo de 73 años y yo pisando los 68. Y estos dos veteranos son los únicos soportes, la única garantía de que el viejo no se muera del todo, no desaparezca para siempre de la vida. Y ese sentimiento me dolió, esa anticipación a la muerte definitiva me dolió. Al rato seguí mi camino, acompañado por ese dolor. Y ahí comprendí que Florida me gustaba en parte porque era un cachito de mi vida, era también mi viejo y que si prestaba atención él estaba en sus innumerables pasos, atravesándola. Y que la patria viene a ser esos muchos lugares donde se guarda la historia de uno. Y también pensé que te tenía que contar todo esto para que me lo guardaras y el viejo, el abuelo Marcelino, se quedara un poco más entre nosotros

Te deseo que pases buenas fiestas junto a tu mujer y a los amigos. Y que el año que viene sea bueno (o, por lo menos, no tan malo). Que se cumplan los sueños tuyos y de tu compañera. Me hubiera gustado tenerte por acá. Se te extraña.
Te quiere
Tu papá

Buenos Aires, 21 diciembre 1998

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