miércoles, 16 de septiembre de 2009

*Mi mundo, mi lugar, mi casa natal - II

21 de mayo de 2003

Entramos en las cosas de la vida a borbotones, a puro pragmatismo. Las cosas están, lo rodean a uno, lo cobijan, lo constituyen, sin uno pensarlas. Así fue con mi casa, donde nací y viví mis primeros años. Entre lo primero a aprender fue avenidadeltrabajoveintidosceronueve, de memoria, creo que por si me perdía por la calle. Pero nada más. Abría la canilla y salía agua, oprimía un botón y se prendía la luz, tiraba la cadena y el agua arrastraba hacia el misterio insondable las excrecencias desechables y malolientes de mi cuerpo. Ni siquiera pensaba que todo eso respondía a mecanismos mágicos. Las cosas eran así y se acabó.
Más tarde supe que mi casa tuvo un jardín adelante que más tarde se convirtió en el local que mi viejo le alquilaba, con la pieza del fondo, al zapatero armenio. Había otras dos piezas que también se alquilaban a dos mujeres. Entre los tres, los alquileres no llegaban a $200. Parecido al precario sueldo de mi viejo en el Banco Popular, donde la yugaba de carpintero. Apenas alfabeto, el viejo me hacía hacer los recibos de alquiler. Yo no sabía qué era eso. Tampoco sabía ¿cómo lo iba a saber si ni siquiera me lo preguntaba? cómo habían hecho los viejos, inmigrantes gallegos que vinieron sin un mango, laburante de la madera papá, de la pileta, la plancha y la cocina mamá, que del barco zarpado del Puerto de Vigo fueron a recalar a un conventillo de la calle Alberti, cómo coño pudieron, digo, hacerse una casa. Tampoco entendía porqué mi viejo me hacía ir, todos los meses, a pagarle, creo que también eran como $200, a un tipo, un médico de la calle Pedro Goyena que me atendía sonriente y que me tenía que dar un recibo a cambio. Tampoco me daba cuenta del porqué a veces a papá se le saltaban las lágrimas, como de bronca, cuando me mandaba. Nunca había visto llorar a la mole de fuerza que era mi viejo, hasta esa vez.
Más tarde pude ir atando cabos. Parece que mi vieja recibió algo de guita como herencia, al morir los abuelos en Galicia, de su parte de la casa y el pequeño campo que tenían por Pontevedra. Con eso más una hipoteca que consiguieron de un prestamista, el médico aquel de la calle Pedro Goyena, se hicieron la casa. Mi casa, un reflejo mezcla de lar galego y usura criolla, con veleidades microburguesas de explotación rentista... que tan solo alcanzaba para emparejar el puchero y pagar apenas los intereses de la hipoteca, pero sin amortizar capital. Ahí recién entendí la causa del llanto de papá.
Seguir atando cabos me llevó a saber que la creciente inflación de aquella época, primer peronismo, todavía no se indexaban las deudas, hizo que un buen día, con un poco más que su aguinaldo, que sí en cambio había crecido y bastante, el viejo pudiera levantar la condenada cruz de la hipoteca al tiempo que se creaba un hiato entre el novel peronismo de papá y mi condición de socialista utópico, que no entendía ciertos códigos de la vida real. Frente a esa situación, también tardé en entender el fastidio que resumaba el viejo por el eterno congelamiento de los alquileres, para satisfacción nada oculta de los favorecidos inquilinos, devenidos a la postre en peronistas. Contradicciones que se dan.
Mi casa era el centro del universo hasta que fui a jugar a la casa de Robertito, mi vecino de la vuelta, en la arbolada calle Lautaro, hijo del médico del barrio, una casona de piedra gris de tres pisos -más tarde supe que se las llamaban residencias o “petit-hoteles”- con un piano donde su hermana Ofelia torturaba a Schubert mientras transitaba con su halo radiante su hermosa mamá, igualita a Libertad Lamarque en Besos Brujos, ambos mis primeros amores escondidos entre las sábanas de mi cama. Nos dejaban jugar en el garage, tenían uno de los pocos autos que había en el barrio. Aquello era, en la escala de aquel entonces, como si me dejaran ir a jugar con el Príncipe de Mónaco. Iban apareciendo en mi, desdibujados, confusos, los primeros sentimientos de clase, bastante antes de convertirse en ideas.
Despues me abrí a la ciudad, al mundo, tuve distintas experiencias, viví en otras casas, algunas de prestado y otras que fueron mías, de distinto modo. Otras historias...

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