miércoles, 16 de septiembre de 2009

**(crítica) El cine en “La sangre brota” de Pablo Fendrik

28 de junio de 2009
El cine nació cojo y no supo de su cojera hasta bastante mayorcito, 32 años después, cuando The Jazz Singer vió la luz y pudimos, además de apreciarlo en la pantalla, escuchar cantar a Al Jolson. Allí se completaría esta enorme criatura que iba a crecer apoyada en sus dos promisorias piernas: imagen, en movimiento, y sonido. Al parir lo confundieron en su bautismo al darle el nombre derivado del griego kiné, movimiento. Allí quedó afuera su otra pata que llegaría más tarde. A modo de tardía reparación integradora vino lo de lenguaje o comunicación audiovisual pero ya su documento de identidad estaba escrito de modo indeleble: se llamaría cine, a secas. Hoy todos reconocemos que esta es una expresión que reparte sus dones por igual y de manera sincronizada para ojos y orejas, no importa si en la mitad del cuento la pantalla se nos muestre vacía o se haga silencio. Pero el silencio en todo el desarrollo del film resultaba abrumador, de ahí que en las primeras proyecciones se “llenaba” el vacío con un pianista en vivo que iba, desde abajo, “comentando” el relato. Más tarde vino lo del sonido aplicado y en sincro y surgió lo de las bandas sonoras por separado, básicamente tres: el hablado, los ruidos ambiente y la música incidental. Todo junto en función de contarnos un cuento, un acontecimiento dramático, y hacer vibrar nuestra sensibilidad. A veces problemas técnicos impedían este fundamental objetivo. Para suprimir la invasión de ruidos molestos el hablado se “doblaba” por los mismos actores, cosa que si no se hacía bien las palabras resultaban poco creíbles. Tenía de bueno que se escuchaba bien, cosa indispensable si nos quieren contar un cuento. Los nuevos recursos permiten filmar con sonido directo, lo que tiene las ventajas y desventajas señaladas: mayor credibilidad frente a dificultar la audición y, por ende, la comprensión del texto. Esta dificultad contradictoria es la que tuve en mi primera visión de “La sangre brota” de Pablo Fendrik, una de las obras más importantes del cine nacional e incluso del de otras latitudes que pude ver. Fendrik, con sus planos detalle, sus PP, sus movimientos a veces desprolijos, en mano y sin steady cam, pero igual de vibrantes, utiliza la cámara como un instrumento de disección que nos va trayendo-llevando en la situación que se va desarrollando, o quizás mejor habría que decir desangrando, desde las entrañas de la historia para que vayamos descubriendo, leyendo trabajosamente el contenido de la imagen lo cual forma parte de la intensidad y la índole del relato. Un relato que puede a veces mostrar ciertas inconsistencias, que no son otra cosa que las del mundo cotidiano que vivimos y que hacen crecer nuestra vinculación con el drama. Un drama que trasciende la singularidad de la historia y se parece, mal que nos pese, a ciertos aspectos monstruosos de la sociedad que nos toca compartir. Y en ese fuerte intercambio de emociones está presente el sonido del film, como una parte visceral, inseparable, vital, del cuento, con sonidos que a veces aparecen en un segundo plano casi incomprensibles, si se lo pretendieran decodificar aislados del contexto dramático. Y donde las dos entidades, imagen y sonido, se consuman en una intensa, dura y hermosa obra de arte.

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