jueves, 17 de septiembre de 2009

*Vigencia del libro: conservar o progresar (en dos partes)

Primera parte
Hace cerca de veinte años, con mi entrañable amigo Carlos Firpo, quien desde hace un tiempo se encuentra traveseando por las calles de Málaga, emprendimos una simpática aventura editorial. La cosa era publicar versos en un envase distinto al modo convencional del libro. Inspirados en la caja de los cigarrillos franceses, los Gitanes, queríamos reproducir la misma cajilla que contendría pequeñas hojas sueltas con las poesías impresas. La primigenia idea de Carlos fue comenzar con “El Romancero Gitano” de Federico García Lorca pero vimos que la extensión de algunos poemas complicaba el proyecto. Y pensamos en los tangos que, además de preferir la idea de incursionar en una cuestión de nuestra cultura intestina, la extensión de cada tango se acomodaba al tamaño de la tarjeta y, por otra parte, nos permitía encarar una propuesta no transitada hasta ese momento: editar pequeños volúmenes de este rico y no siempre bien valorado aporte cultural de las letras de tangos, separados por temas. Y así fue que vio la luz la colección de los Estrofasos (en adelante, E) con ilustraciones de destacados artistas plásticos que contenían 30 tangos sin filtro en cada título (atado) entre los diez publicados, los que fueron Cambalache (filosofía popular); Malevaje (de puro macho); Malena (pebetas y percantas); Cafetín de Buenos Aires (bodegones y escolaso); Sur (Buenos Aires y sus barrios); La calesita (de la evocación); Manoblanca (de carreros y de pampas); Los mareados (copa a copa); Tango (a través del tango) y Chorra (picaresca y buen humor. La colección completa llevaba una simpática cajita impresa y también podían adquirirse por atados sueltos. Cada título llevaba una suerte de introducción. En el primero de ellos, “Prólogo con variaciones”, Carlos y yo terminábamos declarando:
“Confesamos que nos divirtió la idea de este tierno chiste de los Estrofasos. Nos lo permitimos a partir de sentir el tango como parte nuestra. Y no es cuestión de caer en excesos reverentes con las propias entrañas. Ojalá sean muchos los que se dediquen a convidar Estrofasos a los amigos, novias y parientes. Nada más que por las ganas que tenemos de recuperar, cualquier día de estos, el sano vicio de cantar nuestra propia canción.” Porque esa era la idea precursora: convidar tangos, en lugar de cigarrillos, que no dañan la salud.
El éxito emocional que obtuvieron los E fue rotundo. A todos les encantaba. A nuestros amigos y a los extraños que se asomaban al asunto. A quién le llegó a sus manos un atado de E lo elogiaba y procuraba tenerlo, guardarlo, comprarlo, siempre que alguno de nosotros o algún promotor entendido en la cuestión le explicara al curioso interesado, probable cliente, de qué se trataba. Así pasó con funcionarios, artistas, diplomáticos, empresarios, profesionales, algunos de los cuales de gran cartel, que se entusiasmaron con está simpática y original idea. El resultado final de la aventura fue que nuestro narcisismo se sintió gratificado en abundancia. Pero no ocurrió lo mismo con nuestros bolsillos, ante la sorpresa de los amigos que no podían creer que tal cosa ocurriera con semejante iniciativa. Tratamos de buscarle la explicación.
La primera, obvia, es que lo emocional y lo comercial no van, precisamente, de la mano. Que cada esfera tiene sus reglas y que muchas veces llegan a ser antagónicas.
Voy a contar algunas breves experiencias con los E: el primer tropiezo fue con el encuadernado ya que la técnica de esta especialidad no estaba habituada a esta forma; luego con las distribuidoras (de libros) que se lo daban a sus corredores que llevaban en su valija varios títulos y aquellos se volcaban a los que, está probado, les reporta más comisión; les dejaban los E, sin muchas ganas, a las librerías en consignación; éstas, las librerías, no sabían dónde ponerlos, en las mesas se los robaban porque eran chiquitos o la gente los rompían cuando querían revisar el contenido; al final los exhibían al lado de la caja del negocio, donde no se veían y eso les complicaba el trabajo; los terminaban devolviendo; en la feria del libro había que estar al lado de la mesa porque también el público, en la ansiedad por saber qué era, los terminaban rompiendo; en los kioscos de revistas al ser tan chicos los complicaban a los diarieros que también los acababan devolviendo sin exhibir. En suma, la venta fue un fracaso.
La conclusión terminante fue que resultó insensato intentar la comercialización por el camino de los libros, con una forma tan nueva, distinta a la convencional, sobre todo si se carece de un aparato de promoción gigante que pueda imponer el peculiar envase, que exige una manipulación especial. Tratamos de venderlo como objeto pero no tenía un canal adecuado de salida ya que se trataba de un libro… que no era un libro. Por ende se convirtió en un dilema existencial, en la constatación dialéctica de que la forma hace a los contenidos y, finalmente en una resultante triste en el terreno de lo político ideológico: la evidencia de que en ciertas cosas no conviene ser progre; hay veces que no hay nada mejor que el conservadorismo. Al libro no hay con qué darle.
Con esta sentencia voy a comenzar mi próxima nota. Veremos.

Buenos Aires, 17 de setiembre de 2009.

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Segunda parte
Al libro no hay con qué darle. Con esta conclusión terminaba la anterior. ¿Es así?
Hace poco, charlando con mi amiga Rose, bibliotecaria de corazón, en una de esas ocurrencias informales, sanamente provocativas, le dije que los medios electrónicos terminarían desplazando al multisecular reinado del libro ¿Para qué? ¡No! Me dijo, con una sonrisa entre la ira y la suficiencia.
En realidad yo no tengo ningún interés ni el más remoto deseo de que el libro se llegue a morir. Comparto con Rose el amor hacia tan viejo como entrañable compañero pero, ahora me pregunto, ¿es el libro lo que amamos o es lo que él nos transporta, lo que nos cuenta, lo que nos historia, lo que nos poema? Hay veces nos cruzamos con libros detestables pero, en realidad, ¿es al libro lo que detestamos o es a su contenido, a su autor? El libro es, creo, el mensajero, que puede ser hermoso, tal como un mensajero bien ataviado, pero es sólo eso. Y nos parecerá tan bello, tan seductor, tan cálido, tan profundo como lo sea el mensaje que nos porta. Y por mucho tiempo fue el libro un mensajero exclusivo. Surgieron alternativas como el teatro o la radio o el cine que nos podían contar el mismo cuento, pero es otra cosa. No es la letra escrita, que nos deja el espacio para que levante vuelo nuestra fantasía, que nos deja ser los dueños del tiempo para nuestra vinculación con él, o volver atrás sus hojas y releer sus páginas. Y como objeto, hermoso aunque sea rústico en su forma, como esas ediciones baratas de bolsillo, en tanto que su contenido nos apasione, nos corte el aliento, como cuando estamos deseando retomar la lectura las veces que una inoportuna circunstancia nos interrumpe.
Mi idea, más allá de la provocación, es saber que los medios electrónicos están avanzando. Ya se dice que los diarios van reduciendo su tiraje debido a la competencia de Internet. Yo mismo dejé de comprar los diarios pues me resulta más fácil y operativo leer las noticias en la pantalla. Y al volver a casa, al día siguiente de la discusión con mi amiga, leí en la web de Clarín una noticia acerca de que se viene el libro electrónico, que es plegable y pequeño, como un libro o mejor ya que hay libros voluminosos que son difíciles de manipular, que este es fácil de transportar, que ya algunas editoriales están cargando los textos en la red, que hay librerías importantes como Amazón que ya ofrece obras vía electrónica a 10 dólares, que a efectos de evitar el rechazo están cuidando de generar un aspecto de impresión similar al del libro, que los textos uno los puede cargar electrónicamente sin necesidad de hacerlo mediante la PC, que el uso del papel se va tornando en un serio problema ecológico, que hay mecanismos que permiten que uno agrande la tipografía a su necesidad y a su comodidad visual.
Y para colmo de todas estas revelaciones acabo de crear mi propio blog y esto me abrió a otras sensaciones cuyas puntas me aparecieron ahora pero todo hace suponer que se irán abriendo muchas más al correr del tiempo y la experiencia. Primero la facilidad para hacerlo y luego una sucesión de ventajas como ser el buen aspecto visual de la página, la rapidez y sencillez para cargar los trabajos, la facilidad de la consulta, la posibilidad de aplicar correcciones, la enorme capacidad de difusión que tiene, la inmediatez en este sentido, lo económico del procedimiento tanto en la producción como en la difusión de los materiales, la facilidad para publicar y difundir los trabajos. Hay una frase atribuida a Borges que decía que publicar es el modo de dejar de corregir. Ya eso, en este caso, no cuenta.
Este mismo texto que estás leyendo, que ni bien termine de escribirlo estará, de inmediato, colgado en un sitio, en mi blog, al que podés acceder, estés dónde estés, siempre que haya acceso a la red.
Es tan abrumadora la posibilidad que se abre con este recurso en el campo de la cultura que nos resulta difícil dimensionarlo. Y que no lo podremos hacer si nos aferramos a los íconos conocidos, al conservadorismo. No tendremos, por lo visto, más remedio que hacernos progresistas.
***
Buenos Aires, 18 de setiembre de 2009.
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*Estrofasos a través del tango - TANGO

FE DE NACIMIENTO

Para verle la cara a una ciudad
hay que andarle su espacio,
caminarle sus calles y sus parques,
mirar sus edificios, visitar sus lugares,
mezclarse en el vaivén inagotable
que se mueve en su gente...

Pero cuando uno quiere
meterse bien a fondo en sus entrañas,
hay que entrarle en el tiempo,
rescatar su memoria, transitar su cultura,
vibrar con su sentir, interpretar su canto.

El canto en Buenos Aires
es el tango.
Su sentir, su cultura, su memoria y su tiempo

Alguien, que nunca falta, puede decirnos:
¡no, la ciudad estaba de antes!

¿Qué le vamos a hacer?
Inútil que insistamos, si no entiende
que no estamos hablando de lo mismo;
que aquella Buenos Aires era otra,
en el mismo lugar y con el mismo nombre
pero, qué duda cabe, no había nacido ésta.

¿O puede haber, acaso,
alguna forma de imaginamos la identidad cabal
de la ciudad de Buenos Aires, muda?
¿Sin su tango?
¿Sin que un tango le asome por los poros?
¿Sin que un tango le corra por la sangre?
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Noviembre de 1990

*Estrofasos de Buenos Aires y sus barrios - SUR

BIEN ARRIBA, EN EL SUR

Sur, paredón y después...
Homero Manzi

Hay cosas que resultarían graciosas. Por ejemplo que a una pelota de fútbol, justo cuando se está jugando el partido, algún despistado le quiera buscar una parte de arriba y una de abajo. Sin embargo, a esa otra pelota que no para de dar vueltas por el espacio casi del mismo modo y a la que estamos todos agarrados, hace mucho, unos ñatos muy serios, cuando se les dio por dibujarla le pusieron norte a la parte de arriba (que era donde estaban parados ellos; por las dudas, pa'no caerse) y el sur quedó para abajo (que es donde sobrevivimos nosotros, prendidos como podemos de las raíces).

Y asi quedó la cosa. Norte y sur; arriba y abajo; ricos y pobres;
lindos y feos. Juicios de valor, que le dicen...

Después… de tanto mirar el partido, aprendimos que la pelota no para nunca de dar vueltas. Y que hay momentos en que también estamos arriba.

Aquí tenemos unos cuantos tangos. Esa música popular que hay por el sur. Hablan de Buenos Aires. Una ciudad que también está en el sur.
Acá nomás. Bien arriba.
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Diciembre de 1990

*Estrofasos de puro machos - MALEVAJE

¡QUE MACHOS AQUELLOS!
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Te quiero como a mi madre
pero me sobra bravura
pa'hacerte saltar pa'arriba
cuando me entrés a fallar.
El Negro Cele

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Ya la mano con las minas vino espesa desde antes de que, en aquella noche de garufa, ese tal Paris le piantara la paica Helena al compadre Menelao, armándose tal trifulca que el vecindario comentaba el asunto diciendo: ¡Uy Dioca! Ardió Troya...

Por ahí cerca había unos cosos con una sábana en la zabiola resolviendo sus entuertos a punta de cimitarra, midiendo su prestigio según la cantidad de grelas que cargaban a cuestas, encerrándolas con todos sus velos en un cotorro posta, que en la jerga bulinera de por aquellos lados se lo manyaba como el harem.

Estos ñatos cruzaron de vereda, se entreveraron entre gaitas y panderetas, coparon la banca y se amasijaron un toco de siglos enseñando sus buenas costumbres y aprendiendo a bailar fandango, sevillanas, tanguillos y otras cosas. Después algunos, más otros de barrios cercanos con parecidos berretines, rajándole a la malaria se tomaron el buque pa'estos pagos. La mayoría eran tipos. El minerío era escaso. Al llegar y juntarse con los de acá se hizo dura la pelea, por ganarse las mimos de una percanta. Y entró a tallar el macho. Personaje rudo de cachetada fácil y gesto parco.

Pero a no embalurdarse. No es invento de acá.
Lo copiamos de afuera, como otras cosas.
¿Que se coló en el tango? ¿Y de ahí?
Si total… ¡van quedando tan pocos!
Las minas, que eran su fundamento y su estandarte,
les tomaron el tiempo.
Y al final, siempre terminaban refugiándose en la vieja.
En el fondo eran tan tiernos...

***

*Estrofasos de bodegones y escolaso-CAFETÍN DE BS AS

BOLICHE Y ESCOLASO
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...en tu mezcla milagrosa
de sabihondos y suicidas
yo aprendí filosofía, dados, timba
y la poesía cruel
de no pensar más en mí.

Enrique Santos Discépoío

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Boliche
repetido reducto
de imágenes tangueras..

En tus mesas
se derraman y mezclan
aventuras, quimeras, vanidades, prejuicios,
confidencias, abandonos, encuentros, picardía,
rutina, sinsabores, soledades, recuerdos...
Un girar incesante por lugares comunes
y una vieja paciencia...
Ahí el tiempo bosteza, se amodorra
y es frecuente toparse con fantasmas opacos
atrapados en humo y con aliento a alcohol...

Un lugar de los hombres
más allá de furtivos e inefables "Reservados",
de mesas con mantel
donde miente un cartel: "para familias".

Infaltable presencia en el boliche
el escolaso
no importa con qué ropas se presente,
siempre es el mismo, calcado personaje,
que provoca y alimenta a destajo
esquivar el destino de ser pobre:
ganarle la partida a la malaria
y mandarla, mansamente, al carajo.

Diciembre de 1990

*Estrofasos de pebetas y percantas - MALENA

¡GRACIAS, MUSAS!

Percanta que me amuraste,
en lo mejor de mi vida,
dejándome el alma herida,
y espina en el corazón...
Pascual Contursi


A pocos se les ocurriría definir a los filósofos clásicos como machistas a pesar de que casi todos consideraron al hombre como la unidad humana, dejándole a la mujer un papel de humilde complemento, de actriz de reparto. Sin embargo, mucho más cerquita, nuestro tango ha venido sufriendo un sinnúmero de tendenciosos y despiadados ataques que lo ubican como el paradigma del machismo.

Si es cierto que la inmensa mayoría de los autores, compositores, músicos, cantores, historiadores, periodistas especializados, conductores de programas, comentaristas, editores, gerentes de programación, técnicos, etc., han sido y siguen siendo hombres, no es menos cierto que hay brillantes excepciones ¡caramba!

También es verdad que la temática de sus letras es, en su inmensa mayoría, mirada desde el hombre. Que, además, la mujer es en muchas de ellas amenazada, injuriada, desvalorizada, maltratada, subestimada... l

Pero ¿qué sería del tango sin la mujer?

Verdadero fin de sus afanes, de su amor, de su osadía, de su despecho, de sus desvelos, de su pasión, de sus curdas, de sus arrebatos, de su desesperación, de su ira, de su inspiración, de su machismo...

¡Qué solo y sin sentido, como pedaleando en el aire, se quedaría el tal machista sin su objeto predilecto!

¿Y entonces?

¿Quién es el que resulta un pobre sometido? ¿eh?

Noviembre de 1990

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*Estrofasos de filosofía popular - CAMBALACHE

Prólogo con variaciones

Con el estreno de "Mi noche triste", en 1917, nace nuestra canción ciudadana. Con la muerte de Gardel, en 1935, se apaga la voz viva de su cantor. Esta fecunda unión duró apenas 18 años. En ese corto lapso fue tal la creatividad que aún hoy, a más de medio siglo, siguen sus testimonios dando vueltas por ahí, sorprendién¬donos todavía.

A tan brillante etapa le seguía otra. En los 40, autores de la talla de Manzi, Discépolo, Cadícamo, Celedonio Flores, Cátuto Castillo, Homero Expósito, aún cuando arrancan antes, culminan su obra nutriendo de trascendente talento a una nueva y rica forma de expresión: las orquestas típicas y sus cantores... Después... quedaron unos pocos por aquello de confirmar la regla...

Pero la cosecha grande se hizo en breves mo¬mentos.
¡Poco tiempo para tanto espacio! Bien vale recor¬darlo.

Al encarar esta aventura editorial pensamos que era oportuno presentar una selección temática tanguera con algo de aquel inolvidable ayer y de lo bueno más reciente. Es otra puerta que empieza a abrirse. Sin duda habrá otras maneras de agrupar los contenidos. Es probable que, sin querer, omitiéramos títulos que no debieron faltar. Confiamos que los amigos ayudarán a corregir tales errores.

Confesamos que nos divirtió la idea de este tierno chiste de los estrofasos. Nos lo permitimos a partir de sentir al tango como parte nuestra. Y no es cuestión de caer en excesos reverentes con las propias entrañas.

Ojalá sean muchos los que se dediquen a convidar estrofasos a los amigos, novias y parientes. Nada más que por las ganas que tenemos de recuperar, cualquier día de estos, el sano vicio de cantar nuestra propia canción.

Noviembre de 1990

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miércoles, 16 de septiembre de 2009

*Me dijeron: elegí un lugar. Elijo Coricancha en el Cuzco

26 / 6 / 2003


Giran imágenes de lugares a mi alrededor. A muchos de ellos podría convocar ahora. Viajes, recuerdos, lugares entrañables, momentos que quedaron tatuados del lado interno de mi piel. Elijo uno. De un viaje. Por Perú y a Bolivia yendo de Arequipa, por Puno, carretera de magia y soledad que lleva el pomposo nombre de Panamericana, en aquel colectivo granja y aquella gente emprobrecida por siglos con sus guaguas a cuestas y las frutas desparramándose sobre todo y encima de todos y el alboroto y el inmenso Titicaca y la ironía de encontrarnos con aquella despojada Copacabana, contracara de la otra más famosa y brillante, en medio de la aridez legendaria del Tiahuanacu...
De vuelta a Perú, decir inolvidable es poco. Una experiencia que te quema las entrañas. Tanta voluptuosidad y tanta pobreza. Mucho para ver, para recordar, para transportarse. Vivencias de una riqueza distinta. Sorpresas increíbles de una cultura diezmada, de manera alevosa, por otra cultura que presume ser modelo de civilización. Lima, el Museo del Oro, Machu Pichu, Cuzco, la fortaleza de Secsahuamán con aquellas moles de piedra que nadie puede explicarse cómo carajo fueron llevadas hasta allí y Ollantaytambo y la piedra de los doce ángulos y la gente y el chicharrón y el té de coca y tanto...
La ciudad de Cuzco, Qozqo en quechua, que quiere decir el centro de la tierra, el centro de todo... Dando vueltas, sumergidos en un vaho de perplejidad, fuimos a parar a un monasterio cerca del centro donde funciona una iglesia, Santo Domingo. Desprevenidos, no sabíamos bien con qué nos íbamos a encontrar. Allí adentro, o mejor dicho, debajo de aquella insignificante, convencional construcción colonial de las tantas con las que la conquista asoló a nuestro continente estaban ocultos, en realidad se los habían querido sepultar, los restos, lo poco que quedaba del Templo del Sol, llamado Coricancha, que es el centro del centro. Y allí nos dimos de frente con la conjunción más impactante, más contrastante, más brutal de lo que hayamos podido ver, con extremos tan categóricos de maravilla y estupidez. Los muros pelados, vibrantes, pulidos de la también llamada Huaca o Waca (lugar sagrado en quechua) del Sol. Allí supimos que las enormes piedras que conforman esos muros son de una roca durísima, alguien dice basalto, roca volcánica, que todavía hoy no se sabe cómo es que puede trabajarse con semejante sutileza, cómo pudieron aquellos andinos sumidos en esa presumible precariedad, cómo pudieron hacer para modelar a la perfección esos adoquines gigantes e irregulares de alrededor de un metro por sesenta a ochenta centímetros que, sin usar argamasa alguna, encastran tan perfecto unos con otros, tanto que al tacto y cerrando los ojos casi no se notan las uniones. Nos contaron, y escuchábamos con vergüenza ajena e indignación propia, que los muros de lo que fue esa enorme construcción de varios cuerpos: el templo más cuatro capillas menores consagradas a la Luna, a Venus, al Rayo y al Arco Iris, los aposentos del sumo sacerdote y las dependencias del resto del personal, todo, estaba recubierto con láminas de oro tallado, trabajado con paciente belleza y los conquistadores, al amparo de la divina cruz y los arcabuces, convirtieron en chatarra y mandaron a Sevilla. En el centro del templo lo más importante, la divinidad, el enorme disco del Sol despidiendo sus rayos benefactores, estúpidamente fundidos en el mismo oro macizo por los depredadores. Esa sutil obra de arte fue también convertida en burdos lingotes para financiar, en la culta Europa y sus alrededores, cruzadas de codicia, guerra y fe, falsamente cristiana. Pero el testimonio más elocuente de grosería que encontramos fue, en un extremo del fragmento de muro, las huellas en la piedra de unos toscos mazazos con los que aquellos ladrones invasores y pecadores del culto a la inteligencia intentaron derribar el templo. Al no darles el cuero, abandonaron el intento y decidieron taparlo construyéndole encima, como un manto de olvido, la Iglesia de Santo Domingo. Un festín para la historia de la cultura de verdad y la antropología dedicada a estudiar las distintas variantes de la miseria y pequeñez humana.
Hace unos pocos años un terremoto sacudió Cuzco. Se derrumbaron edificios, entre ellos la Iglesia de Santo Domingo que los eclesiásticos se apuraron en reconstruir sobre todo porque, en medio de los escombros, habían quedado incólumes, impecables, los muros de Coricancha. Quizás esta vez lo que quisieron tapar fue el mensaje de un Dios avergonzado. O del mismo Sol. Vaya uno a saber.

*El lugar

26 / 6 / 2003


Elegir un lugar. Es como si nos dijeran, elegí un dedo, una uña, un mechón de pelo de tu propio cuerpo. Somos materia, tiempo y, desde ya, espacio. Somos los lugares que recorrimos, los que ocupamos, caminamos, nos alojaron, incluso los que abominamos, nos disgustaron o maltrataron. No puede faltarnos nada de lo que nos constituye, cada una de las partículas que giraron a nuestro alrededor, ni los segundos que transcurrieron al compás de nuestros latidos, las imágenes que vimos, los pasos que anduvimos, las fragancias que olimos, las comidas que nos nutrieron, las texturas que tocamos, las pieles que acariciamos, los sueños que deseamos. No seríamos lo que somos sin todo eso. Pero ¿qué estás diciendo? ¿de qué te estás defendiendo? no se trata de una mutilación. Nadie te está queriendo quitar nada. La cosa es que elijas un lugar, nada más, como cuando por las mañanas tenés que elegir un par de medias. Elegir un lugar, para ponerlo acá, sobre esta hoja, por un ratito, una especie de homenaje, un recuerdo, algo que te haya hecho vibrar, distinto, intenso y compartirlo con los que se asomen a este papel y a la intimidad de tu memoria. Porque, siguiéndote el juego, también somos lo amarretes que podemos llegar a ser a veces. No, no, no. No entendés, no es amarretismo. Cuando elegís algo dejás afuera el resto. Y ¿qué derecho tiene uno...? porque, se dice muy fácil: elegí. Total. Decís que no es una mutilación pero sí, lo es. Justamente es eso. Lo que pasa es que vos pensás en los lugares como si estuvieran desligados de una historia, afuera de uno. Como decorados de una película que no viste, que nadie vió y que ni siquiera se filmó nunca. No viejo, los lugares que anduvieron conmigo son “mis” lugares, me pertenecen, los amo, aunque me hayan dolido, son como hijos y padres al mismo tiempo, me parieron y los parí... y no los quiero dejar por ahí tirados, como cualquier cosa. ¿o te creés que no tienen sensibilidad? Alma. Eso ¿entendés ahora? Los lugares tienen alma. Pero ¿qué disparate estás diciendo? ¿quién te dice que tenés que dejar nada tirado? Mirá, hagamos una cosa, no elijas nada. Quedate ahí o mejor no, no te quedes ahí, por mi te podés ir al reverendísimo carajo... Ahhh, ¿ahora me estás proponiendo que me vaya? ¿qué pasa? ¿no te gusta este lugar? Me dá lo mismo acá o allá, arriba, abajo. Ahora me hiciste engranar. Eeehh... tranquilo. No es para tanto. Al fin de cuentas era un juego. Inofensivo. Y te lo tomaste a la tremenda. Si no querés elegir, no elijas hermano. Total, a mi qué me importa. Pero admití que tendrás que arrear con la culpa de tu indecisión, porque el que teme elegir, tendrás que reconocerlo, es un cobarde. Decime che, ¿por qué no te vas a la mismísima mierda? ¿Ves? te calentaste, eso quiere decir que te dí en alguna zona sensible. ¿No te llama la atención? Quisiera saber porqué miércoles te tengo que estar aguantando. Me voy. ¿Me entendiste? No te banco más. Me voy. Chau... ¿Huís? Querés huir ¿no? No, lo que pasa es que no te soporto más. Y ¿creés que te podrás librar de mi así, tan fácilmente? Estás condenado, estamos condenados a andar juntos, así que será mejor que tratemos de aflojar la cincha. Está bien, está bien. Dejemos todo esto. Salgamos a la calle, a ver si el aire... o si nos podemos distraer con cualquier pavada. Si, si, mejor. Vayamos para otro lado porque ¿te digo la verdad? Este lugar ya me estaba aburriendo...

*El ridículo no nace, se hace

19 / 6 / 2003

Estacioné casi en la puerta. Lo lejos que me queda la Maimónides se compensa con la comodidad del estacionamiento fácil. Llegué temprano, así que voy a bajar el diario y la carpeta con los papeles y aprovecho a leer algo... ¡Ahj, otra vez estas rodillas! Un rato sentado y cuánto me cuesta moverlas. Me hacen doler. Menos mal que me dijo el traumatólogo que no hay ninguna joda seria, ni artrosis ni nada de eso. Los años de ruta caminada, nada más. Parece que son demasiados. Bueh... ¿qué va uno a hacerle?... Adelante compañero. Cierro el auto. La verdad que si no fuera por las rodillas, de aspecto estoy al pelo. Todos me dicen que no represento los carnavales corridos. Y, parece que es cierto. Hay cada escracho que veo por ahí y que resultan menores que yo. Además me muevo. Esta mañana me mandé cinco sets al hilo. Bueno, vamos muchacho. Entro. Mirá que hay guita acá, eh. ¿Cómo carajo hacen estos tipos? Ahora a bajar este pedazo de escalera de marmol negro... Ahj, las putas rodilllas. Bajo el primer tramo. Cuánto me cuestan, coño, estos diez escalones, después viene el segundo tramo, diez más y la enorme sala de espera con sus más de cincuenta sillas todas puestas en arco de frente a la escalera y la gente esperando, cuánta gente que viene acá, y las ventanillas con las empleadas que también dan de frente a la escalera, al amplio espacio central, mosaico negro, es como una pista de baile... o un escenario... Tenemos el público, señoras y señores... con ustedes el actor... Ya pasó el primer tramo. Me paro en el descanso y tomo un respiro. Eeepa compañero, mirá que bien que está esa rubia de primera fila con el pelo batido. Qué elegante la señora. ¡Porqué no te dejás de joder, flaco! No estás ya pa´esos trotes. Pero qué hay hermano, son los viejos reflejos. Resabios de vanidad que nunca se pierden. Vamos, arriba muchacho, que no se te noten los achaques. A ver, vamos, a bajar como un duque. Está solita sentada de frente. ¿Me mira? Sí, me vió pero siguió la mirada de largo. En realidad, ni bola. Es igual. A filmar, por la imagen de la empresa, ¿vió?. Dale macho, con cuidado, elástico, como Julio Bocca bajando por la escalera del Canal para almorzar con Mirta. Vamos bajando, erguido, así, bastante bien, con la mirada profunda, como al descuido, así, bien, ay, la puta madre que me par... había otro escal... No veo nada. Vuelo. ¿Adónde voy a parar? Caigo de costado, en el escenario. Sobre la cadera. A la mierda carpeta, diario, todo sale volando, al suelo, como una bolsa. Aterrizo a estribor, hasta se me salió el zapato derecho... Los papeles por el piso, desparramados. Una décima de segundo, mil años. Resucito. Abro los ojos. Lo primero que veo, en primer plano, pegado a mi cara, unos zapatos de gamuza marrones de taco alto y una voz de mujer ¿Se lastimó señor? No, no, gracias. Claro, por supuesto que es ella, qué papelón, carajo. Por hacerte el canchero, gil de cuarta. La miro fugazmente y trato de recomponer rápido la escena normal. Me paro como enchufado, junto apurado los papeles, quiero borrar la escena, agarro el zapato, rápido, me lo pongo como puedo y me voy, resuelto hacia la ventanilla, como dueño de mi mismo y hago el trámite que tenía que hacer, dar el número para que localicen mi historia clínica. ¿Qué me pasa ahora? Estoy mareado, a ver si encima me desmayo. Lo único que faltaba. Es como una lipotimia. Debe ser del cagazo. Contenete loco. Me doy vuelta y está ahí, sentada como si no hubiera pasado nada. Me compongo. ¿Qué hago? Si trato de disimular se acentúa el ridículo. Voy resuelto y me siento a su lado. Muchas gracias. No, no, de nada. ¿Se siente bien, señor? Ma qué señor, la conch... Si, si, claro, está todo bien, gracias. Pausa. ¿Quiere que le diga la verdad? digo con tono simpático, como de superado. Sí, dígame, me dice. Me mira sin entender. Es agradable la señora, además de linda. ¿Sabe? Me caí por hacerme el galán frente a usted... Breve pausa. Dió resultado. Nos reimos y en medio de las risas ella no puede reprimir un justo pero simpático, ¡Qué boludo..! que me cayó como del cielo porque era como zafar del infierno del ridículo. Y seguimos riendo al momento que me llaman de adentro para atenderme. Me paro y la saludo.Mutua sonrisa. Y me voy yendo. Ahora, además de las rodillas me está doliendo la cadera. Espero no haberme quebrado. Pero dele campeón, ya está, ahora no me va a aflojar, Seguí disimulando. Cuando llegués a casa te ponés esa pomadita analgésica y una bolsita de hielo y chau. Y en la próxima mirá los escalones, cartonazo...

*Será justicia

11 de junio, 2003

Vivimos un momento de cambio. Transición de una época de idiotez y perversión a una que parece entrar en zonas de cierta normalidad. Cambiamos Presidente, lo que a los argentinos no nos dice mucho, pero algo suena distinto. Corroídas, ensuciadas instituciones están siendo removidas, ventiladas, barridas con inusual energía. Una de ellas, la justicia. No perdamos tiempo en cosas en las que coincidimos, como la necesaria remoción de la Corte Suprema. Veamos sí, qué nos sugiere esa palabrota, justicia, con más armazón que sustancia.
Bien lo advertía Dick Bogarde en aquella película de Losey, Por la patria, cuando le hacía notar al fiscal que no hay que confundir justicia con derecho. El diccionario miente que son sinónimos. No es lo mismo o, en todo caso, nuestro derecho viene a ser un pariente degenerado de la justicia. Mientras que ésta es un ideal, una hermosa meta dificil de alcanzar en tanto perfectible, mal podría el derecho ser una meta, como finge serlo, ya que su desenlace es ambigüo y contradictorio. Ilustra en parte la anécdota de que en la biblioteca de los letrados la mitad de los libros dicen que si y la otra mitad que no. Es un intento de suavizar la cuestión. No es tan así. El derecho se hizo un sistema que por lo general responde a intereses no precisamente jurídicos. Se arrima dónde mejor calienta el sol. Más allá de sus postulados ideales, es el irónico testimonio de la injusticia que sigue imperando entre los humanos.
Y a pesar de semejantes antecedentes, la justicia, y como si fuera poco la política, fue mayormente apropiada por licenciados en derecho que, a juzgar por lo visto, demostraron saber poco y mal de todo aquello. Lo que sí saben es cuidarse, como corporación ejemplar, de que a su quinta no la profanen los abogados de secano, que son quienes se meten a opinar de estas cosas sagradas sin haber estudiado jurisprudencia, presumiendo entender de leyes, a pesar de que bien podrían saber de justicia y, mucho más por cierto, de injusticia.
El derecho nació con buen pie. En su origen romano la Ley de las XII Tablas una vez escrita fue sometida a una asamblea popular y así aceptada. Este Código fijaba que patricios y plebeyos eran iguales ante la ley, nada menos. Más tarde la historia, asistida por profesionales en leyes que se encargaron de borrar con la toga lo que escribían con la pluma, nos fue llevando a este páramo de bellas palabras e infierno cotidiano donde reina la injusticia y, lo que es peor, se indujo a los pueblos a que crean que esta situación es un fenómeno natural, inmodificable.
A raiz de la crisis de la Corte Suprema, el otro día reporteaban por la radio a un ex juez quien se declaró a favor de la remoción. No obstante, al querer definir el término dijo que entendía que la justicia era lo que resguardaba la vida, la fortuna y la libertad de los individuos. Reveladoras palabras en un país cuya mitad de su población fue puesta en estado de miseria. Coherencia de quienes siguen llamándole Palacio a lo que debiera ser, con austera modestia, Casa (de Justicia); reminiscencia monárquica de un país con fallida aspiración democrática a cuyo máximo tribunal para impartir “justicia” le seguimos diciendo Corte. Las palabras marcan la ideología. Y la nobleza obliga.
Mal que les pese a muchos elitistas del derecho, la justicia no será hasta que los pueblos, en su variedad, con su ignorancia de tanto chisme jurídico pero con su rica aunque devaluada sabiduría arrabalera, no se sienten a la mesa a compartir la responsabilidad de procurar una mejor justicia para todos y no para unos pocos, asumiendo un rol protagónico, participativo. Y cuando el lenguaje justiciero pierda el hermetismo que lo hace inaccesible y a las cosas se las llame por su nombre. Al pan, pan y a la justicia, justicia. Basta de colgarle aditamentos para confundir como, por ejemplo, eso de justicia social. Porque, los legos le preguntamos a los sabios: ¿Cuándo la justicia podría haber dejado de ser un hecho social?

*La espera

5 de junio de 2003

La espera es un baile variado y repetido en el que Eros intenta escapar al asedio de la Huesuda o, mejor, una partida de truco donde la Vida trata de postergar la derrota que la Muerte le termina propinando... pero que siempre vuelve a comenzar... para seguir jugando... y esperando. Obstinada.
El acto de esperar puede ser agradable o desagradable según cuánto pese en la balanza el plato erótico frente al triste guiso de la Parca. En el primero caben el amor, la salud, el trabajo, la amistad, el placer, la risa, la inteligencia, la solidaridad, la comprensión, la paciencia, la cooperación, la creatividad, la justicia, la paz mientras que en el otro entran el odio, la enfermedad, el desempleo, la enemistad, el dolor, el llanto, la torpeza, el egoísmo, la indiferencia, la traición, el individualismo, el hastío, la injusticia, la guerra.
Toda espera es un abanico que puede ir de lo rutinario a lo quimérico, desde hacer la cola para pagar la cuenta del gas hasta palpitar el sorteo por si nos sacamos el gordo de Navidad. Esperamos que esta noche no termine nunca, que amanezca de una vez, que llegue el fin de semana, el fin de mes, el verano, el año nuevo... Hay esperas a las que les brotan ramas de esperas subsidiarias como cuando aguardamos el turno en el dentista y esperamos que no nos haga doler, que no nos mate con el presupuesto, que mejore el efecto seductor de nuestra sonrisa kolinos, que no llueva al salir, que no nos demore mucho así nos da tiempo de ir a cambiar el libro que le regalamos a Juan -esperamos que el que ahora elegimos no lo tenga-. Hay esperas con suspenso ¿cómo nos resultará el último levante de la cita telefónica? Las hay que pasan de la ansiedad del encuentro deseado a la angustia de que al final nos deje plantados o con el susto de pensar que si demora tanto es porque debe haberle pasado algo o con bronca porque siempre nos hace esperar o con miedo de que esa turra no nos tome justo lo que no estudiamos o con el deseo a que nos den el empleo o con inseguridad de si me habré arreglado bien, si le gustaré o con la ilusión de que esta pareja me dure o la locura de hacer el gol del triunfo o la gloria de atajar el penal. Las hay, no por rutinarias menos hermosas: qué lindo cuando vuelve del trabajo, cada noche, y nos sentamos a la mesa con los cachorros. Otras con un mismo eje y distintos actores: el trabajador que espera el aumento del salario, el delegado que espera conseguírselo a los compañeros, el patrón que espera no llegar a dar el aumento, el político que defiende a los obreros y espera conquistarlo, el especulador porque si lo consigue equivale a votos, el corrupto porque si lo evita se arregla con la patronal, los abogados que le sacan el jugo al conflicto... Hay esperas personales y proyectadas: que se me calme la tos, que al nene se le cure la tos, que mi mujer pare de toser y me deje dormir, que mi vecino de butaca termine con esa tos que quiero escuchar a la cantante, que el invierno sea denso porque el jarabe para la tos es el mejor negocio de mi laboratorio. O distintas esperas frente a un mismo hecho: cambiá de canal que ya estoy podrido con eso de los inundados, por suerte estamos más arriba y el agua no nos alcanza, ahora se nos arma quilombo y nos van a querer rajar del ministerio, virgencita, hacé que baje el agua, compañeros, tenemos que hacer algo para prevenir este desastre... Cambia el gobierno y esperamos tener suerte y que a los nuevos, Dios los ilumine o que el miserable que se fue no vuelva nunca más o que el pueblo siga siendo sabio como cuando lo de las cacerolas que hicieron que rajáramos a ese inútil o que aprendamos y nos organicemos de una buena vez... Hay veces que la espera se convierte en desesperación: los sentenciados para que posterguen la ejecución o para que cese el bombardeo o que la quimio dé buen resultado o por encontrar algo para comer en el próximo tacho de basura... Esperamos crecer, durar, salir, aprobar, ganar, entrar, zafar, ser queridos, ser aceptados, ser valorados, ser elegidos... Esperamos. Esperamos siempre. ¿O acaso vivir no es, además de todo lo que se te ocurra, una sucesión de esperas acumuladas?

*Mi lugar, mi ciudad

29 de mayo de 2003

Tardé en darme cuenta. Me tomó la vida.
Al principio eran datos a llenar en casilleros, accesorios de identidad. No más que eso. Por mucho tiempo el lugar que ocupaba era el que me había tocado. Caprichos del azar. Donde caí, caí. Más tarde, por referencias comparativas, llegué a tener una vaga noción de pertenecer a un espacio. Una casa, un domicilio, un barrio, una ciudad. Otros peldaños en la escalera de uno vienen a ser el país, el planeta tierra, el cosmos, pero hablar de ellos está más allá de lo que me propongo. Quiero referirme a la ciudad. A mi ciudad. A Buenos Aires.
Cuando pude pensarte, te buscaba afuera, desde la ventanilla del colectivo, mirando a mi alrededor, al andar por tus calles, por tus plazas, por tus colmadas terminales de trenes, en tus mercados, en las marchas y en los actos políticos y en las canchas, en los subtes, en tus parques, tus barrios, en el centro, en tus librerías de Corrientes, en tus cines, en el Luna, en las pizzerías, en Florida, el hipódromo, alrededor del Obelisco, en el tránsito empelotado, en los lugares de laburo, en Boca y River, en los tacheros, tus avenidas, tus canillas, colegios y facultades, tus árboles, monumentos, tus teatros, edificios, en el Riachuelo, restaurantes y boliches, por todos los rincones, y de pronto miré para adentro del colectivo, a la gente que estaba ahí o que pasaba y con la que nos podíamos tocar, oler, ignorar, conversar, observar, esquivar, criticar y que era parte indisoluble del paisaje de la ciudad y que tenía una historia, desde las míticas fundaciones ¿y fue por este río de sueñera y de barro, que las proas vinieron a fundarme la patria?, invasiones y aceite hirviendo, la plaza plagada de paraguas y escarapelas, los mazorqueros de Monserrat, el centenario, los inmigrantes, la infanta Isabel, los sainetes y el tango y Jorge Newbery y los setenta balcones y la fábrica Vasena y el 17 de octubre y los milicos y las dictaduras y los bombardeos cobardes y la puta ESMA y las Madres y las cacerolas y la gente revolviendo en la basura y los íconos de la ciudad, Homero, Carlitos, Evita, Walsh, Favaloro, Charly, Discepolín, María Elena, Carpani, Quino, Borges, la Negra, Gatica, Olmedo, Alonso, Bonavena, Tita, Palacios, Maradona, Troilo, Clemente, Copes, Berni, Mujica, Niní, Arlt, Rivero, Gelman, Gieco, Piazzolla, el Polaco, Quinquela, Tato, Tuñón, a mi se me hace cuento que empezó Buenos Aires, la juzgo tan eterna como el agua o el aire y de pronto sentí que ni hacia afuera ni mirando adentro del colectivo bastaba y me encontré metido en medio de todo eso, sin importar si me había tocado, si había estado ahí ni cómo, pero que había estado, que estaba, que estaba en mi, que era yo todo eso, porque me duele si me quedo, pero me muero si me voy, con un lenguaje propio, porque el idioma de infancia es un secreto entre los dos y decir amor, te amo ¿cómo conjugarlo si hablamos de uno mismo? y por supuesto, aparece también el desamor, el desagrado, la bronca de ver todo lo mal, todo lo sucio, lo ridículo que se mueve en la ciudad, en mi ciudad, porque aquí me duele un tango y el calor de alguna mano y me cuesta tanto el mango que me gano, se mueve en mi y cuando le decimos nuestra bronca por todo lo desagradable a nuestro compañero de asiento en el bondi nos mira extrañado, como no entendiendo, como si la mierda cotidiana, lo que nos irrita, tanta miseria, el malestar urbano, la mugre, los olores, fueran cosas naturales y que no, viejito, que todo es muy contradictorio, cuánto dolor en el amor, cuánta bronca en la alegría y resulta que mi compañero de asiento es un espejo, soy yo mismo que me multiplico y que va por ahí, y también mi parte fea, sucia, inadaptada, y te digo una cosa, me tenés harto, me tenés repodrido pero, querés que te diga, sin vos yo no soy, mi Buenos Aires, querida...

*Mi mundo, mi lugar, mi casa natal - II

21 de mayo de 2003

Entramos en las cosas de la vida a borbotones, a puro pragmatismo. Las cosas están, lo rodean a uno, lo cobijan, lo constituyen, sin uno pensarlas. Así fue con mi casa, donde nací y viví mis primeros años. Entre lo primero a aprender fue avenidadeltrabajoveintidosceronueve, de memoria, creo que por si me perdía por la calle. Pero nada más. Abría la canilla y salía agua, oprimía un botón y se prendía la luz, tiraba la cadena y el agua arrastraba hacia el misterio insondable las excrecencias desechables y malolientes de mi cuerpo. Ni siquiera pensaba que todo eso respondía a mecanismos mágicos. Las cosas eran así y se acabó.
Más tarde supe que mi casa tuvo un jardín adelante que más tarde se convirtió en el local que mi viejo le alquilaba, con la pieza del fondo, al zapatero armenio. Había otras dos piezas que también se alquilaban a dos mujeres. Entre los tres, los alquileres no llegaban a $200. Parecido al precario sueldo de mi viejo en el Banco Popular, donde la yugaba de carpintero. Apenas alfabeto, el viejo me hacía hacer los recibos de alquiler. Yo no sabía qué era eso. Tampoco sabía ¿cómo lo iba a saber si ni siquiera me lo preguntaba? cómo habían hecho los viejos, inmigrantes gallegos que vinieron sin un mango, laburante de la madera papá, de la pileta, la plancha y la cocina mamá, que del barco zarpado del Puerto de Vigo fueron a recalar a un conventillo de la calle Alberti, cómo coño pudieron, digo, hacerse una casa. Tampoco entendía porqué mi viejo me hacía ir, todos los meses, a pagarle, creo que también eran como $200, a un tipo, un médico de la calle Pedro Goyena que me atendía sonriente y que me tenía que dar un recibo a cambio. Tampoco me daba cuenta del porqué a veces a papá se le saltaban las lágrimas, como de bronca, cuando me mandaba. Nunca había visto llorar a la mole de fuerza que era mi viejo, hasta esa vez.
Más tarde pude ir atando cabos. Parece que mi vieja recibió algo de guita como herencia, al morir los abuelos en Galicia, de su parte de la casa y el pequeño campo que tenían por Pontevedra. Con eso más una hipoteca que consiguieron de un prestamista, el médico aquel de la calle Pedro Goyena, se hicieron la casa. Mi casa, un reflejo mezcla de lar galego y usura criolla, con veleidades microburguesas de explotación rentista... que tan solo alcanzaba para emparejar el puchero y pagar apenas los intereses de la hipoteca, pero sin amortizar capital. Ahí recién entendí la causa del llanto de papá.
Seguir atando cabos me llevó a saber que la creciente inflación de aquella época, primer peronismo, todavía no se indexaban las deudas, hizo que un buen día, con un poco más que su aguinaldo, que sí en cambio había crecido y bastante, el viejo pudiera levantar la condenada cruz de la hipoteca al tiempo que se creaba un hiato entre el novel peronismo de papá y mi condición de socialista utópico, que no entendía ciertos códigos de la vida real. Frente a esa situación, también tardé en entender el fastidio que resumaba el viejo por el eterno congelamiento de los alquileres, para satisfacción nada oculta de los favorecidos inquilinos, devenidos a la postre en peronistas. Contradicciones que se dan.
Mi casa era el centro del universo hasta que fui a jugar a la casa de Robertito, mi vecino de la vuelta, en la arbolada calle Lautaro, hijo del médico del barrio, una casona de piedra gris de tres pisos -más tarde supe que se las llamaban residencias o “petit-hoteles”- con un piano donde su hermana Ofelia torturaba a Schubert mientras transitaba con su halo radiante su hermosa mamá, igualita a Libertad Lamarque en Besos Brujos, ambos mis primeros amores escondidos entre las sábanas de mi cama. Nos dejaban jugar en el garage, tenían uno de los pocos autos que había en el barrio. Aquello era, en la escala de aquel entonces, como si me dejaran ir a jugar con el Príncipe de Mónaco. Iban apareciendo en mi, desdibujados, confusos, los primeros sentimientos de clase, bastante antes de convertirse en ideas.
Despues me abrí a la ciudad, al mundo, tuve distintas experiencias, viví en otras casas, algunas de prestado y otras que fueron mías, de distinto modo. Otras historias...

***

*Mi mundo, mi lugar, mi casa natal - I

15 de mayo de 2003

Fue mi mundo, mi universo infantil antes que mi casa, donde nací y viví hasta que me casé, 25 años. Aquel zaguán, fresco refugio del verano, el patio, para mí enorme, de baldosas en damero negriblanco que al calor solíamos baldear en patas, la gran pajarera con su bravo cardenal, el cabecita negra y los canarios, los macetones de mamá desbordando geranios y malvones, salpicados con alegrías del hogar. Las dos piezas que daban al patio, la nuestra con el amplio y austero baño contiguo, no dá para llamarlo “en suite”, de papá, mamá, mi hermano Julio y yo, y al lado el cuarto de la inquilina, doña Rosa, la enfermera peronista con su hijo, el Negro, marino del rastreador Fournier que naufragó en el sur y que una noche lloramos inutilmente porque al final terminó a salvo. Adelante el local a la calle y la pieza del fondo, que daba al patiecito de atrás con el duraznero japonés, alquilados como local y pieza, así rezaba en los recibos mensuales, al armenio zapatero remendón don Martín, que todas las tardes dejaba que nutriera mi imaginación con el suplemento de historietas de Crítica y su mujer, la voluminosa y sensual Doña Anita, inspiradora de mis tempranas fantasías sexuales autosustentadas. Seguían, en una fila a un costado más al fondo, las tres diminutas cocinas de madera pintadas de verde oscuro, techos de chapa y frente a ellas, con puertas que daban al patio principal y al del fondo, el ambiente más espacioso de la casa, la sala de estar, comedor, lugar de tareas escolares, con su exiguo e insuficiente brasero de los fríos inviernos y que era el lugar de la fiesta de los tallarines del domingo, con la bienvenida visita semanal de mi hermana Esther y su marido, mi cuñado Pepe, al que quise tanto y odié más cuando borracho torturaba con su caída a mi hermana y al final cayó estragado por el alcohol y la cirrosis, y la radio con el programa de Jabón Federal y los partidos de Fioravanti y las densas trasmisiones de Luis Elías Sojit y las carreras de Fangio y la cafetera de Nicola Paone y las novelas de Radio del Pueblo y el Santo y el Glostora Tango Club y los Perez García... Más atrás, las piletas de lavar, la mas chica para platos y verdura, la grande para la ropa y al fondo el escueto servicio de los inquilinos, inodoro y ducha, frío de pelarse. Pegado a él, la escalera que daba a la primer azotea con la enredadera de glicinas, perdurable olor del incipiente verano y la parra de uva chinche y la pequeña pieza con banderola de volcar, que años más tarde sería de Julio y mía, con una cocinita de madera y su eterno olor a guiso de lentejas de la otra inquilina, la paraguaya Bernarda y su vieja y silenciosa mamá. Y, cuatro escalones más arriba, la terraza de baldosas coloradas con otro cuarto y su pequeña cocinita que había sido ocupada por mi hermano mayor, el gallego Alejo, con su cuadrito del inefable escudito de San Lorenzo, mi primera pasión futbolera, el Ciclón de Boedo, y al lado el añorado galpón de papá, su (y mi) refugio de los domingos, con su banco de carpintero y su colección de-todas-las-cosas. Al frente, el infaltable gallinero, provisión diaria de huevos y de carne en fechas especiales, y atravesando la terraza a todo lo ancho, la sogas de colgar la ropa que cuando lucían cargadas, casi siempre, impedían hacer el picado con mi hermano cinco años mayor, donde yo siempre terminaba perdiendo.
Aquel que fue mi mundo, mi universo, se abrió más tarde hacia la calle, la que aparece en mi memoria como la anchísima Avenida del Trabajo, última frontera entre la civilización urbana y las calles de tierra y la quema del bajo Flores, y justo frente a casa, en la esquina, el almacén y despacho de bebidas de los gallegos Barros y Hurtado con sus del viejo tintillo Toro y su penetrante olor por el aserrín húmedo de vino, y el escolaso, y sus guapos trasnochados, y sus mesas de billar donde pude lucir glorias efímeras, lugar de aventuras marginales hasta que fui siendo llevado por las vías en que fatigaba cancino y ruidoso el tranvía 49, ida y vuelta del Cementerio de Flores a Primera Junta, estación terminal del subte a Plaza de Mayo, el vértigo del centro de la ciudad que se me abría a nuevas vivencias y a un cosmos cada vez más amplio mientras mi casa, la casita de mis viejos, se iba achicando en una escala física a medida que se agrandaba en mi propio corazón.

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*Día de elección (27/04/03)

8 de mayo de 2003

El nombre es revelador. Un día, cada tantos años, nos dejan elegir. Ese día, paradoja, elegimos a quienes nos dan esa esporádica y retaceada facultad mientras ellos se arrogan la atribución de elegir día a día, durante años y en nombre nuestro, cosas por lo común contrarias a nuestros intereses. Es la democracia “representativa” que tenemos. Más que formal, falsa.
El 19 de diciembre de 2001 el pueblo, casi sin excepciones, haciendo manifiesto su hartazgo largo tiempo acumulado, explotó en un tronar de cacerolas. En la abrumadora y elocuente síntesis con que a veces las comunidades se saben expresar exigió, exigimos a coro, desde distintos rincones del país, “que se vayan todos”. Pero toda explosión, como en la física, si no se canaliza se desperdiga, es caótica y al final se diluye. Bien mirado, nunca se pierde todo. En algún lado se guarda, se junta, está. Y es quizás esa especie de conciencia larvada la que nos convenció que ese reclamo impulsivo era, a la par de legítimo, inviable. Se hacía necesario, como previo, crear las condiciones para ocupar el vacío propuesto por un sector numeroso de la sociedad.
Mientras los actores políticos (el subsistente y chamuscado complejo peronista, ya que la otra pata del atril, el radicalismo, entró en vías de evaporación) o sea la hegemonía tradicional en ejercicio, muy lejos de irse, sordos al sentir y a las demandas del pueblo que no quería tomar más de esa sopa, para superar la crisis institucional venían descaradamente a ofrecer más de lo mismo: continuar aferrándose a los cargos profanados en una larga transición y desde ese espacio de privilegio armar elecciones a la medida de sus personales intereses.
Pulsada la reacción popular hacia la política convencional desde fines del 2001 y principios del 2002 hasta los primeros meses del 2003, el resultado eleccionario presagiaba un calamitoso signo negativo. Las elecciones, de impronta esquizofrénica, programadas para fines de abril de 2003 mostraban hasta poco tiempo antes, un grado de abstención electoral record. La organización político-social que se hubiera podido constituir como una alternativa del indigesto menú político en oferta no pudo o no supo formalizarse. Ni las asambleas populares ni los partidos políticos enfrentados al bipartidismo tradicional ni ninguna otra organización consiguieron conformar una opción válida. Y la fecha se acercaba, y lo ofrecido desde el “poder” no sólo se mantenía en los carriles trillados sino que para colmo se acentuaba, multiplicándose en cada desprestigiado lema partidario: tres candidatos por un peronismo languideciente y amorfo y otros tantos por un radicalismo en coma terminal, disfrazado con otros nombres. Y todo, dominado por la amenaza de un retorno increíble que pendía sobre la testa de la mayoría de los argentinos. Y la opción que quedaba volvió a ser por el menos malo, otra vez parecida sopa, como cuando de chicos nos indagábamos sobre cuál desgracia resultaba mejor, si ser sordos o ciegos.
Por mi parte, no sabía qué hacer. Dudaba entre volver a desperdiciar mi minúsculo voto en una variante afín a mis ideales cada vez más utópicos, proporcionales a la tozuda malversación que sufrían año tras año debido a la torpeza de tristes referentes partidarios o seguir la corriente, votar en contra de mis convicciones pero hacerlo nada más que para evitar un mal mayor... o no votar. No pude menos que caer en esa duda filo omnipotente paranoide de plantearme ¿y si no voto y por mi culpa gana el fulano? Tomé el documento y me fui, sumergido en el caldo de mi sopor existencial, hasta la puerta del comicio y me paré allí y me puse a mirar a la gente que iba, que entraba y que salía, muchos de ellos con caras adustas, acontecidas y una cosa que siempre me llamó la atención: la mayoría atildados, como pa´ir de fiesta o de misa. Una pulcritud como ritual de un extraño culto masoca: acicalarse para que te pasen el trapo, para que te terminen fregando. Me quedé un rato, miré un poco más el triste desfile de la realidad y me fui sin votar. Volví a casa a tomar mate confiando que no pasara lo peor. Ya era bastante malo el panorama.
Al anochecer comprobé que el remoto desinterés se había trocado en entusiasmo cívico. La abstención record se convirtió en una inigualada concurrencia emergente. El rechazo mostrado hasta hace poco e inclusive el voto bronca, el voto Clemente, el voto en blanco, variantes del cacerolazo, dieron lugar, en poco tiempo y sin acuerdos orquestados desde arriba, al voto positivo, al voto miedo, al voto útil, lo que sea, pero se votó en pro como nunca. ¿Cómo descifrar este súbito cambio social? ¿Sobre todo cuando el crédito popular sigue cerrado o, por lo menos, altamente cuestionado? Es inútil. No debe haber cosa más triste que cuando la jodida historia se repite.

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*Carta a una mujer

24/abril/2003

Me pidieron que escriba una carta a una mujer, a cualquier mujer, y la elegí a usted. El motivo que me empujó a la elección fue la fecha, debo entregar la nota hoy, jueves 24/4, y en estos días puede ocurrir una catástrofe y usted entrar en mi vida, en nuestras vidas, como una presencia intolerable. No por usted, que me parece insignificante, sino por todo lo que representa y lo que que sin duda, si se da lo que muchos tememos, crecerá en implicancias.
No la conozco, mejor dicho, no más que lo que a uno se le cuela sin quererlo, destilado por medios que venderían potes de mierda, y de hecho lo hacen, por el único afán que los impulsa, convenirle a sus cajas registradoras. Pero no importa, con los retazos con que me la muestran basta y sobra. Ni se me ocurriría mover un pelo, investigar y esas cosas, para escribir sobre usted.
A primera vista tiene una apariencia atractiva, pero las personas son un universo más complejo que lo que demanda apreciar una muñeca inflable a través de una vidriera. En una persona esos atributos (las formas, la sonrisa, el modo de caminar y de moverse) pasan a segundo plano. Me refiero a esas virtudes que pueden apreciarse en concursos de “belleza” o desfiles de modas, similares a las competencias de ganadería que parecen concebidas para insumo de onanistas, en los que dicen tuvo usted un papel destacado. Con sólo esas dotes, una vez calmados los primarios deseos, dan ganas de hacer lo de Grandinetti en la película esa en que, después de usarla, aprieta el boton y... a los cocodrilos. Pero tranquila señora, con usted ni eso. El solo pensar que el esperpento que luce como marido le puso la mano encima a uno le helaría hasta el pelo. Y si nos diera un poco más de tiempo para hacer otras asociaciones, la bronca provocaría tal calentura que licuaría el hielo para darle paso al asco. Porque nadie como usted, que no parece tan idiota sino más bien una certera y fría calculadora, puede ignorar el tipo de personaje que lleva puesto. Y no hablemos de dinero, que no se trata de un vuelto sino de una fortuna incalculable, robada al país, del que usted goza mientras palpita con ojos desorbitados y boca babeante de heredera angurrienta, y del que por cierto es cómplice usufructuaria. Hablemos de los crímenes, de los múltiples crímenes pergeñados por él, que el decir popular, vox populi, vox dei ya que no la corrupta justicia, le imputan, en una acumulación interminable de impunidades. Hablemos de haber puesto al país al borde de la disolución al enajenarlo a intereses privados de los que en muchos casos es socio. De haber conformado una numerosa banda de delincuentes voraces como él que costará lo indecible en desactivar. De haber promovido la estupidización de gran parte del pueblo con el sádico propósito de conseguir su apoyo, rédito funcional a su estrategia. De haber sido el principal actor de un país al servicio de la farándula y la frivolidad a la par, como cruel paradoja, de ser el autor de las bases para la construcción de una miseria inigualada en la historia del país. De haber sido el principal modelo para fijar la idea, desde antiguo instalada en el imaginario popular, de las ventajas de ser piola, de ser rana, de ser pícaro, y su contribución a consolidarlo como virtud al patrimio cultural colectivo. Y todo eso tan solo para lucir su grotesco narcisimo y de paso sacar provecho personal.
Y usted mientras tanto maneja la sociedad conyugal al colmo de haberlo enemistado con su propia hija, especie de novia incestuosa de ayer, que por cierto no es una santita inocente ya que bien sabe que la fortuna que ella también maneja con desparpajo –el festín da para todo- no salió de la contracción al trabajo y al sudor de papito. Claro, la nena es una competidora para su ambición de Lady Macbeth y si la ocasión le fuera propicia, como se percibe en su plácida mirada, le hundiría sus tacos aguja en los ojos y luego se los devoraría como un cuervo.
Escuché por ahí que está embarazada. El otro día recordábamos la frase de Sholem Aleijem, esa de que el fruto siempre cae siempre cerca del tronco. Si el anuncio que echó a rodar su equipo de promoción no fuera una triquiñuela más para engañar incautos, si el germen de ese reptil que oficia de progenitor pudiera dar vida a algo, si un fruto pudiera nacer de semejante tronco, pobre angelito, “El bebé de Rosemarie” sería, comparado, un porotito. Además, de tan tortuosos dones genéticos al inocente crío no le alcanzarían varias generaciones para levantar el muerto y responder por las facturas que le dejó papá y sacó buen provecho la complicidad de mamá.
Ahora reparo que no mencioné sus nombres. En realidad no hace ninguna falta. Todos sabemos quién es quién. Y se hará justicia. No lo duden.

***

*Palabra de amigo

En Página/12 del martes 15/4, mi admirada amiga y maestra Sandra Russo escribió la contratapa “Moore”. En otra nota de ese mismo número Wainfeld cita a Borges acerca de lo complejo de la realidad. Se debe por cierto a sus interminables y entrecruzadas contradicciones. Como en cada uno, así de enmarañada y a veces insondable es nuestra psicología. Y lo que nos cuesta intentar desentrañarla.

jueves 18 abril 2003.

Sandra: soy uno de los que te recomendó que vieras la película de Moore. Supongo que también estoy entre quienes confiás. No se si merezco la categoría de inteligente pero sé que no me va para nada el mote de suspicaz, de manera que, aunque sea en parte, me siento implicado y te contesto.
Insisto en la recomendación. (¿Cuál es la película que más le gustó últimamente? Respuesta: Bowling for Columbine. La vi dos veces. Demuestra la locura e insensatez que gobiernan a mi país – extractado del reportaje a Spike Lee- publicado hoy, jueves 18/4/03, en Clarin.) No importa que vayas al cine o dejes pasar un tiempo y alquiles un video (no veo en qué puede radicar la diferencia salvo la falta de testigos incómodos frente al compromiso asumido ¿imaginate que ahora uno de tus lectores te viera entrar al cine a verla?). Pero esto no tiene mucha importancia. Al fin de cuentas no es más que una película. Lo que sí me parece rico es que veamos algunas cosas que destapó tu nota.
Ante todo tu valentía para trasparentarte. Porque también dice Borges, en un rasgo que delata su previsible obsesividad, que publicar es la manera de dejar de corregirse, atributo que no parece patrimonio relajado de los periodistas. En tu caso se evidencia el vértigo con que trabajás que connota el mérito de la frescura y la sinceridad de la réplica rápida e inteligente pero también el riesgo de la precipitación.
Siempre me preocupó la línea finita que separa, en política, el compromiso ideológico intransigente que se confunde con fanatismo, ultrismo, sectarismo, fundamentalismo, ingredientes con que, sabemos, se cocina el fascismo o, hay que admitirlo, por lo que naufragó una experiencia prometedora y, del otro extremo está el de la condescendencia, la transigencia, la tolerancia, que terminan también desvirtuando proyectos en los que alguna vez se pudo confiar. Es harto difícil tener la cintura adecuada para moverse de un rincón al otro del cuadrilátero.
Uno a veces cae en esos barquinazos. Porque es cierto el rasgo de hipocresía que ofrece la buena metáfora de la cinta blanca sobre la solapa del smocking, pero también es cierto que mientras decís eso mirás los Oscar, quizás tomando un whisky o un gintonic, decís OK, vas a ver Chicago, fumás Marlboro (uno de los beneficiarios del negocio de la reconstrucción de Bagdad) y vaya a saber cuántas cosas más que sirven para (micro) apuntalar al abyecto imperio que te da (y me da, y nos da) asco. A mi también me ataca, y no estamos solos, pensar cómo podríamos instrumentar un boicot masivo al consumo de sus productos para que les duela (me llegó algún mail en ese sentido) y que con toda seguridad tendría su efecto. Pero planteárselo desde lo individual es ridículo. Bien lo decía don Vladimir Illich, por la cantidad a la calidad. Una pastillita te hace dormir, 20 o 30 te pueden matar.
También es cierto que Moore (y Welles, Chomsky, Petras, Robbins y tantos otros) son funcionales al sistema. Sería más fácil si no tuvieran esas contradicciones. Estaría todo más claro. Los podríamos vencer fácilmente. Pero la realidad es así, la historia es así, la dialéctica es así. Mientras a mediados del s. XIX se daba, en memorable Manifiesto, la fórmula que presagiaba la victoria (y algunos llegaron a pensar ingenuamente, subestimando el peso de la dialéctica, que la partida ya estaba ganada) ellos aprendieron, mientras tanto, bien que lo aprendieron, a defenderse, a consolidarse, a ganar tiempo, a complicar el terreno, a hacerse resbalosos, a distraernos, a dominar el doble discurso, a encontrar los cómplices adecuados, como nuestro autóctono Menem, amenaza todavía vigente ¿quién lo diría? ¿Será por esa inexplicable inclinación de algunos pueblos a caer fascinados ante su propio verdugo?
Pero gracias a todos los “funcionales” que van apareciendo, que crecen día a día, el sistema peligra. Y de tantos funcionales atravesados puede pasar lo de los somníferos. Moore para ellos es hoy, además, un molesto e infecto, y parece que irreversible, grano en el culo.
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*Cómo veo la guerra

10/04/2003.

La primer imagen de guerra en mi memoria fue una ilustración y una canción escolar referidas a lo mismo: el sargento Cabral liberando a San Martín del peso de su caballo mientras un ignoto realista lo atravesaba por la espalda con su bayoneta. No supimos más nada del soldado heroico que diera la vida por su jefe, fuera de aquellos entrañables dibujos del Billiken y del relato epopéyico de la Marcha de San Lorenzo. La guerra entonces para mi era eso, heroísmo, arrojo, sacrificio compensado por el honor.
Más tarde fue la literatura a través del alegato pacifista de Erich Maria Remarque, que desde su “Sin novedad en el frente” me descubría la primera guerra mundial y la muerte irracional. La guerra pasó a ser entonces algo absurdo e incomprensible.
Después como una catarata, el cine norteamericano de los 40 con sus inefables estrellas luchando y siempre venciendo, claro, a los desalmados, feos y odiosos alemanes y japoneses, infectas encarnaciones del mal. Entraban ahora nuevos elementos, las motivaciones de la lucha en su búsqueda de libertad, justicia, democracia. La guerra me significó la sacrificada justificación en defensa de tan elevados valores.
Siguió la guerra fría con la contradicción de los contendientes no pudiendo pasar la raya de la amenaza debido a que la extrema potencia destructiva de cada uno ponía en riesgo todo, al adversario y a sí mismo. Mientras la lucha, en intervenciones nada frías por cierto, se daba en cada campo del enfrentamiento. Unos para defender un viejo sistema en decadencia y el otro para expandir y preservar un nuevo sistema en crisis de crecimiento. La guerra pasó a ser una disputa con carnadura ideológica. Un precario equilibrio conflictivo.
El supuesto desenlace de esta última contienda fue el triunfo de un bando a expensas de la estrepitosa caída del otro, lo que le permitió elucubrar a un lunático ya olvidado que la historia había llegado a su fin. El triunfador quedó a solas, dueño de la situación, sin un contrincante a quien enfrentar. Todo indicaba que tendría el camino despejado. Pero la dialéctica, se sabe, es mañosa e inasible. Cuanto uno más se confía más riesgos corre. Y así el brillante ganador fue pasando de un estado de euforia, de lujos y consumismo desmedido, a una creciente y desembozada desesperación: ahora debe vérselas consigo mismo, con sus limitaciones estructurales, con su descarnada hipocresía, con su falta de perspectivas, con su soledad, con su voracidad sin límites, con su furia genocida, con el creciente descrédito que provoca, con su descaro mentiroso, con su ineludible necesidad de alimentar, de atosigar el buche, a la bestia insaciable que es, y esto pretende hacerlo con petróleo que por su uso irracional lo convirtió en un veneno planetario.
La guerra, que nos muestra al vencedor con su descomunal superioridad de recursos bélicos y su precaria estatura ética, oculta en sus entrañas una contradicción que acabará siendo su propia lápida. Y otra más importante: cuanto más categórica y rápida aparece la pírrica victoria conseguida, más cerca pone a los vencidos ocasionales, que somos abrumadora mayoría, en la perentoria facultad de organizarnos para lograr sí, un triunfo concluyente.
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*Un día de estos, en el Fortín

14 enero 2002

Como casi todas las mañanas me despierta el canto de los pájaros que en esta ocasión quiere decir que el día se compuso. Anoche me dormí con el sonido de la lluvia y el silbar del fuerte viento entre los árboles, los enormes y queridos árboles de por aquí. Estaba agotado pero bien, a gusto como quien dice, con las cuentas bastante en orden. Estoy pasando unos bellos días. Los chicos, mis amados cuatro nietos varones, Javi, Fede, Manu y Santi, vinieron al Fortín a pasar una semana con nosotros. Es la primera vez que los dejan -o se animan a- venir solos, todos juntos, sin los padres. Al llegar nos dieron, a Graciela y a mi, una alegría inmensa. También están nuestros amigos Liliana y José Carlos con los que la pasamos muy bien. Al despertar me acuerdo de ayer por la nochecita en que fuimos con los chicos al estadio Centenario a ver el clásico Uruguay-Brasil. El tiempo era bueno y estábamos bien ubicados. Pasamos un momento entretenido viendo un buen partido y manducándonos los incomparables choripanes de Cattivelli, un festejo popular cuando venimos a Uruguay. De pronto, promediando el segundo tiempo, unos relámpagos rajan el cielo por encima de la tribuna opuesta. Se nos van acercando, claro indicio que la tormenta de un momento a otro nos cae encima. Y así fue. Por la pinta se veía que la cosa se iba a poner espesa de modo que nos fuimos, como todo el mundo, a las primeras gotas. Al llegar a la puerta del Estadio, con dificultades por la cuasi estampida de cuarenta mil personas queriendo escaparle a la lluvia, ya era un tormentón de viento huracanado y agua. El auto estaba a unos trescientos metros así que nos animamos y salimos disparados. Llegamos los cinco hechos agua. Tuvimos que esperar un momento pues no se veía nada a través de los vidrios empañados y en cuanto minimamente pudimos, con el agregado de tener que andar sin ver bien por las calles casi desconocidas de Montevideo, emprendimos los cuarenta y tantos kilómetros de vuelta a casa en medio de un tormentón, incluso con caídas de árboles, que nos llevaba un poco asustados pero al fin de cuentas estábamos empapados pero a cubierto. Al llegar a casa, por la tormenta se había cortado la luz así que nos iluminaban unas pocas velas. Lo primero fue ponernos ropa seca, mientras tanto Graciela nos preparó un rico chocolate caliente que nos entonó y después de reirnos entre todos contando nuestra aventura y la pequeña travesía en medio del temporal nos fuimos a dormir, cansados y contentos. Ahora estoy despertando y recordando tales peripecias en la noche pasada. Mientras tanto, a mi lado duerme plácidamente mi querida compañera. En este momento hay paz en la casa. Todos duermen. Fuera de los pájaros está todo plagado de silencio. Me siento descansado, con ganas de emprender el día y entregarme a las cosas gratas de estas vacaciones: la playa, las caminatas, los juegos, el sol, la lectura, las bicicleteadas, las comidas, las reuniones con la gente querida. Recorro mentalmente mi cuerpo y lo siento bien. Todo -o casi todo- me está funcionando de modo satisfactorio. ¿Cómo poder medir el bienestar de las innumerables partes de mi cuerpo? No con poca razón Shopenhauer decía que el dolor es más notorio que el bienestar y que basta tener un panadizo en un dedo para que se convierta en el centro del universo... ¿Pero qué estoy haciendo con estas absurdas disquisiciones cuando me tengo que levantar para ir hasta el almacén de la ruta a buscar el pan crocante para preparar el desayuno? Esa fiesta de cada mañana con las imágenes de mi niñez, del pan fresquito con manteca de campo y todos juntos alrededor de la mesa, riéndonos y programando la jornada. Por eso, ya me levanto. Además, después tengo que buscar un momento para trabajar sobre un tema: ayer recibí un correo donde Sandra me pidió que escriba una nota sobre los pequeños placeres de la vida. Veremos si se me ocurre algo...

*Solidaridad, inteligencia, monos y curiosidades

25 diciembre 2002

Mi hija me contó una historia interesante que mostraron por un canal de cable, creo que por Discovery Channel. En la escena, varios chimpancés encerrados bajo llave en una jaula desde la que podían ver que los cuidadores del lugar habían puesto comida fuera del alcance de sus manos. A escondidas de estos, uno de los chimpancés fabricó con un alambre una especie de llave ganzúa y se la escondió en la boca, entre los dientes y el labio inferior, y esperó a que los cuidadores se fueran. Cuando lo hicieron sacó su llave, abrió la puerta y pasó junto con sus compañeros adonde estaba la comida. Una vez que entre todos se la comieron, regresaron a la jaula, el portador de la llave cerró la puerta, volvió a esconderla en su boca y todos se quedaron con el mismo aire casual e inocente de siempre. Para verificar la secuencia varias cámaras registraron cada movimiento.
Estas imágenes me provocaron algunas ideas a partir de dos aspectos: la inteligencia y la solidaridad. Con respecto a esta última, el relato me hizo pensar en la ventaja que tienen los monos al no contar con valores de cambio como es el del dinero, recurso clave para la acumulación especulativa de bienes (y de capital) y también qué bueno les resulta a ellos carecer de una cultura mercantilista. Es probable que cualquiera de nosotros, puestos en la situación del ingenioso mono cerrajero, habríamos repetido la habitual impronta egoísta en los humanos formados en este sistema y valiéndonos de la ventaja ocasional de nuestro saber, en un descuido de nuestros pares, nosotros, eso si, solos, pasaríamos, nos adueñaríamos de los recursos comestibles y, aprovechando el hambre de los otros, les venderíamos la comida y en caso de que no contaran con efectivo suficiente, crearíamos un sistema bancario, créditos, pagarés, intereses, escalas sociales y demás chiches.
En cuanto a la inteligencia, me retornó una vieja cuestión que me persigue hace tiempo. Solemos admirar el don de la inteligencia, uno de los más preciados de la vida. Cuando lo verificamos en los animales, como el caso de los chimpancés, nos asombra en la medida en que no lo habíamos previsto o porque nos cuesta reponernos del temor a ser desplazados de nuestro trono de privilegios, como reyes absolutos de la creación. Son temores vanos. Nuestra inteligencia, la humana digo, justifica en parte lo que es producto de la atrofia cultural, nuestro antropocentrismo. Porque, aunque es por lo menos sospechoso esto de plantearse que somos los mejores, es cierto que nuestra inteligencia nos permitió el uso del lenguaje, clave para elaborar el pensamiento abstracto y, de allí en más, pudimos aportar un sinnúmero de descubrimientos, inventos y creaciones sublimes que produjeron las manos, previo proceso mental, de genios humanos con un discernimiento singular. Mediante la inteligencia emulamos a las aves en su vuelo y a los peces en su dominio acuático, producimos energía, vencemos distancias de distintos modos y hasta, en alcance relativo, le ganamos al tiempo, incluso a la propia muerte. No cabe duda que la inteligencia es el más alto atributo que tenemos sobre todo lo conocido.
Lo que no entiendo es el modo grotesco en que ese tan alto recurso humano de la inteligencia nos fue de improviso despojado, malversado, banalizado ante nuestra deplorable, idiota, impotente pasividad. ¿Cómo es posible que una cosa tan abyecta como es el acto de “espiar” a los otros -que los “servicios de espionaje” no son más que eso- sea transmutado, ante nuestro condescendiente silencio, por ese ridículo eufemismo jerarquizador de “hacer inteligencia”? ¿Cómo pasar por alto la cruda evidencia de que haya instituciones que ostentan ufanas su Área de Inteligencia como son, por ejemplo, las Fuerzas Armadas, lo cual demuestra que esta cualidad está separada en estas instituciones por el simple hecho de que, por lo menos, el resto carece de ella? ¿O acaso sería concebible un Área de Inteligencia en cualquier ámbito de estudios o de toda actividad que se precie de normal, fuera de las que, como esas, muchas veces están sólo para naturalizar la infamia? ¿Será que ese modelo cultural nos llega de los patrones del mundo que se pavonean por tener ese antro de “espionaje”, de fisgoneo y de intervención prepotente y sanguinaria en todo el mundo que se llama CIA (Agencia Central de Inteligencia) y que dicta, cuando no impone, las reglas de comportamiento sobre su particular concepto de “inteligencia” a todo el planeta?


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*Contar desde uno

La propuesta es hacer una carilla a partir de cualquier suceso publicado. Reviso los últimos Página/12 y elijo dos noticias. Una, el silencio de Cristino Nicolaides ante el juez (siempre me pegó la postura inconcebible de los genocidas frente a la vida). La otra, muy breve: De patitas a la policía - una mujer entregó a su hijo de 8 años a la policía tras descubrir que había cometido un robo... Me volqué por esta. Tenía un mundo de cosas atrás. Separé el diario y lo dejé en la pila de papeles que tengo junto a mi PC para ver más tarde. Al final me puse a escribir sobre otra cosa: el apagón del domingo 24. En un momento, un titular a 4 columnas en la misma página salta sobre mi, provocándome: Al cuartel con el novio gay, con la foto a color de tres ridículos milicos a la puerta del cuartel. La nota, leida en su momento, me había parecido insólita y con polenta: la Guardia Civil española admite que sus efectivos homos puedan convivir con sus parejas en los cuarteles. A la derecha de la foto y justo encima de lo de la mamá y el chico, una nota con el título Grassi sobre el caso del cura homo abusador de menores, también sustanciosa. Pero la de España era la nota. Tenía sal y pimienta de sobra como para sacarle el jugo ¿Qué pasó? ¿Cómo no reparé en semejante asunto cuando estaba a la pesca del tema?
El otro día Sandra (Russo) nos dijo que para escribir sobre cualquier asunto conviene dejar en claro el lugar desde dónde uno lo mira. Tomar posición y enfocar desde ahí. Al verme frente a la situación que me acababa de ocurrir me sonaron dos chicharras: ¿Qué mecanismos operaron para que me salteara aquella nota? ¿Negación? ¿Represión? Obvio que era eso. Explicado lo primero quedaba lo otro, que era como meterme de lleno en el conflicto: ¿Desde dónde me pondría yo allí? ¿Qué condicionantes se interponían? ¿Cuántos y cuáles prejuicios? ¿Cuánto pesaba mi primaria historia cultural y mi adulta formación intelectual? Todo un desafío.
Soy argentino, porteño, que es decir bastante, hijo de inmigrantes españoles católicos, que es también decir. Bautizado, confirmado y primera comunionado, con traje de luces y todo. Mi educación temprana fue semipupilo en una escuela de los hermanos maristas, con rezo antes y después de cada clase, tediosas lecciones de catecismo, confesión los sábados por la tarde y comunión y misa los domingos bien temprano que equivalía a la obligación, muchas veces incumplida, de estar desde una a otra en estado de gracia, esto es, en ayuno pecaminoso o sea, ni tocarse, válgame Dios, por largas horas. Para los chicos del barrio, mi mundo infantil, no había homosexuales; podía haber comilones, maricas, pulastrones o directamente putos, esos tipos entre ridículos y despreciables que se la hacían dar por los varones. Mucho menos había mujeres homos o lesbianas; para nosotros eran tortilleras, aunque no entendíamos bien qué era esto. Pero estas cosas, sobre todo las “desviaciones” masculinas, nos producían rechazo, asco, enojo y hasta violencia. Más que pecado era un vicio, una malformación inconcebible. Al crecer solté algunas amarras. De jovencito leí a Ingenieros y Bertrand Russell que me despejaron el bocho para hacerme ateo y socialista. Pero por ahí abajo, nada. Un hétero convencional. Las únicas que me hacían cosquillas por ahí eran las chicas. Más tarde cumplí los requisitos de un tipo normal casándome y teniendo hijos. A los tumbos fui entrando en otros terrenos del pensiero. Una larga campaña de calentar divanes y leer ciertos autores me ayudaron a aclarar algunas cosas. Pude ver que aquella violencia resultaba, por lo menos, sospechosa. Me ubiqué y traté de pasar, incluso ante mi mismo, como un tipo objetivo, comprensible y moderno.
La extensa cita sobre mi persona no es para irme del asunto; es para mostrar lo complicado que se me hizo intentar ponerme de verdad al trabajar esta noticia. Y veo cuánto me cuesta despojarme de mi cultura y que, a pesar de todo, me temo que en estas cuestiones no consigo dejar de ser un lamentable producto cultural de un país facho hasta el tuétano por pura vocación. País de América, continente preso de la conquista española, una de las más despiadadas de la historia. País en sí, la Argentina, ex colonia de una España hipercatólica y que desde la disyuntiva patriótica hasta acá, fue trasculturizado y colonizado en lo profundo de su ser. Con su iglesia católica, una iglesia que en las horas cruciales olvida el precepto cristiano de amar al prójimo como a sí mismo y además sus fuerzas armadas y sus policías, instituciones todas estas que, salvo raras excepciones, tienen el avieso privilegio de pertenecer a la galería de las más reaccionarias, antipatrióticas, cómplices asociativas de genocidios, trogloditas, que se conozcan y que, sin duda alguna, todo esto nos marcó a fuego como sociedad.
Que lo de las parejas de militares gay haya pasado en España, con el antecedente de ser, hasta hace muy poco, el país destacado con el modelo fascista más prolongado de la historia, con una iglesia que protagonizó el despojo y la masacre americana de la conquista y que, para colmo, apadrinó a estos regímenes de muerte y de terror; con una Guardia Civil que era el máximo respaldo represivo del franquismo y que tiene el triste y cobarde galardón de haber asesinado a Federico García Lorca por ser homosexual además de republicano, no es poca cosa. La capacidad que ahora exhibe esta cultura varias veces centenaria con tal osadía para jugarse, para rectificarse, para optar por la libertad de elegir por sobre supuestos, mentirosos valores, que se inclina por el respeto al diferente por encima de las limitaciones de su pasado vergonzante, es todo un ejemplo.

3 diciembre 2002

*El apagón es un hecho puntual

(el domingo 24/11/2002, justo a la hora que empezaba el partido Independiente-Boca, definitorio del Campeonato de Fútbol, hubo un apagón en casi toda la zona Metropolitana de Buenos que duró, en algunos casos, varias horas)

3 de diciembre de 2002
Se corta la luz por un rato en una zona del país y listo, se acabó. ¿Se acabó? No. Todo depende de si fue accidental o intencional, de cuánto dure y qué grande es la zona afectada, a cuántos alcanza y por cuánto tiempo, qué daños causa, cuánta comida se pudre, cuántos aparatos se arruinan, si fue por fallas en el sistema, falta de mantenimiento, negligencia, especulación o si será un apriete para aumentar la tarifa. ¿Seguirán aumentando? Desde que todo se privatizó, se evaporó, en el país, las tarifas aumentaron, los sueldos no. ¿y ahora otra vez? ¿el gobierno lo permitirá? parece que si. ¿Somos giles? ¿lo vamos a aceptar? ¿se va a repetir el corte? ¿se agravará? ¿cómo nos podemos defender? Son cosas con las que no se debería joder. Hay gente que se muere por esto, no es sólo que no te dejan ver el partido. La luz es un servicio estratégico, como el agua y el gas. ¿Quiere decir que nos tienen agarrados? Ahora dicen que no pueden invertir, que están forzados a aumentar las tarifas, pero no les importa, se cagan en la gente. Por bastante tiempo estuvieron ganando y se la llevaron. Lo mismo que con los teléfonos. Al principio aumentaron y andaban bien porque los tiraron al bombo cuando todavía eran estatales, pero ahora si se te descomponen olvidate, no te atienden o no te dan bola. Además antes aumentaron mediante la corruptela política. Cuando no. Claro, los dejaron caer para que nos parezca bien que los vendieran, que hicieran su negocio. Dijeron privatizar ¿porqué no dicen la verdad? Que nos afanaron. Nos hacían el verso de que el Estado era mal administrador, que había que ser modernos. Y también era cierto en la medida en que lo hicieron pelota al Estado, mejor dicho, hicieron un Estado más a su medida, que les sirviera a ellos y no a la gente. Nosotros y nuestro patrimonio somos el país. Nos quedamos sin patrimonio, que es como decir sin país. Antes era nuestro ¿nuestro? ¿sentíamos en serio que era nuestro o nos hicieron un laburo para que sintamos que era de nadie, que podían rifarlo, que no importaba? Lo mismo pasó con Aerolineas, los aeropuertos, los FFCC, SOMISA, los puertos, ELMA, YCF, YPF... Con esto fue terrible porque liquidaron las instalaciones y la comercialización de una empresa que daba ganancias y, lo más grave, un recurso como el petróleo que se agota y chau, una vez que lo extraes no vuelve más. Y para peor, después que se llevaron todo, aumentó la deuda. Ahora debemos más que nunca. Y esa política les sirvió para desmantelar las fábricas, las empresas, que se vaciaron para que los patrones jugaran a la especulación y cerraran y nos quedamos sin laburo y, otra vez más, aumentó el desempleo y la pobreza. Y ¿acaso vamos a creer que todo eso lo hicieron a espaldas nuestras? No, para nada. Los ayudamos. Con el Pacto de Olivos, Alfonsín y Menem parieron la nueva Corte Suprema que ahora queremos echar, se permitió que en el 95 fuera reelecto Menem, elegido por el 52% de los argentinos para que nos hiciera mierda y a De la Rua, para que siga el mismo camino también lo eligió la mayoría para dejarnos en lo que somos hoy, una sociedad hecha puré, desintegrada. Dijimos que nos toman por giles ¿no será que somos los campeones mundiales de los boludos? Y lo peor es que no sabemos para qué lado disparar y nos cuesta reconocerlo. Se habla del tejido social para decir que la sociedad es eso, un tejido. Que cada hebra es un hecho, una circunstancia distinta. Es relativo. Un tejido depende de los puntos que lo forman y si los hilos se cortan se arruina, se desarma el chaleco y entonces hay que remendarlo y nunca queda bien, siempre se nota el remiendo. Lo social es diferente. Cada hebra que se agrega o que se corta hace que el tejido sea distinto, siempre es otro. Porque además no sólo están las hebras, hay otras cosas. Está el tiempo que se consume y que nos consume y las mujeres y los hombres que lo tejen, que también juegan su papel y que...
Mirá, no... el apagón no es un hecho puntual. Es como una parte más de un tren que viene desde el pasado y que va hacia adelante. Hasta ahora fuimos yendo como pasajeros y dejamos que lo manejaran otros. Tenemos que ver si somos capaces de decidir el rumbo y el ritmo de marcha... para que no nos sigan apagando.

*Viaje a través de un libro de tapas rojas

19 noviembre 2002

Mi vieja, una gallega laburante y de alfabetización precaria, tenía, había traído en su atado de inmigrante desde su pueblo de Laro para embarcarse en el puerto de Vigo, un libro, el único libro que hubo en la casa de mi niñez. Mi primer recuerdo es que se trataba de un objeto mágico. Más tarde, de a poco, se llenaron las fichas con que mi recuerdo se fue vistiendo: que aquel objeto era un libro, unas 800 páginas, buena encuadernación, tapas duras en tela roja con letras de un dorado gastado y que al trasponer esas mágicas puertas podía encontrar, para mi solaz infantil, atractivas ilustraciones a color que me transportaban a lugares de leyenda. Cuando pude descifrar esas letras supe el título del libro, nombre extraño, que se quedó conmigo para siempre: “Genoveva de Brabante”. Al autor no lo tuve en cuenta. Recién ahora, gracias a un auxilio enciclopédico tardío, pude saber que se trataba del escritor-editor español Saturnino Calleja y Fernández y supe que esa novela, que nunca tuve la suerte de leer -ignoro incluso el destino que tuvo aquel entrañable libro- era del género de literatura infantil que mi vieja, aquella niña madre aventurera que debió dejar a su primer hijo al cuidado de los abuelos con la idea de hacerlo venir en cuanto pudiera, en aquella travesía oceánica cargada de morriña por el abandono del terruño y de su minha gente y de sus romerías y de su lar galego, asustada y decidida, aferrada a la mano de su joven marido, a la postre mi viejo, en aquel mar demasiado abierto a la incertidumbre de su nuevo destino y que al llegar al lejano puerto de Buenos Aires y después, al instalarse en la humilde pieza de conventillo de aquella ciudad desconocida en sus primeros años de inmigrante, aquel libro, digo, habría sido un aliado maravilloso para darle algo de vuelo a su imaginación de aldeana, en los ratitos infrecuentes que le quedarían de recreo...
Siempre creí que aquellas tapas rojas habían sido un venero que al abrirlo en mi precocidad habría de alimentar mis precoces fantasías infantiles. Hoy, al ponerme a revolver la cajita de los recuerdos, siento que también ese libro querido me llevó de la mano para recorrer una remota ternura postergada.

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**(crítica) tardía crítica a la película La conspiración (In the Valley of Elah) de Paul Haggis

En los contratos de comercialización los autores y/o realizadores deberían exigir una cláusula que ponga a salvo sus derechos e impida a los distribuidores cambiarle el nombre a su obra a menos que se trate de un giro idiomático intraducible.
Lo primero que aparece, antes mismo de ver esta película, es la tontería recurrente y arbitraria cometida por las distribuidoras de alterar, en una caprichosa traducción, su titulo original. En algunos países de nuestra lengua, reiterada dualidad de criterios que agudiza la confusión, se conoció por su directa traducción, En el valle de Elah, que es lo que entre nosotros habría correspondido. Esta práctica deleznable hace que se pongan a enmendar, por razones quizá inconfesables, la intransferible potestad del autor-realizador de ponerle el nombre a su obra. Es como si a Romeo y Julieta, los distribuidores locales la dieran a conocer como Una ardiente escalada en la noche o al Don Quijote Las locas peripecias de un escuálido manchego y su gordito escudero. Esto, que suena a jocoso disparate, es como si al film de Elia Kazan A Streetcar Named Desire (Un tranvía llamado deseo) le hubiesen puesto Amor y locura en el tórrido suburbio, libertad que sin embargo se tomaron con su otro clásico On the waterfront (Sobre el muelle) que aquí la llamaron antojadizamente Nido de ratas y en España La ley del silencio o la excelente película de Tim Robbins The cradle will rock que debía llevar el sugerente título, sujeto a su traducción, La cuna se mecerá lo cual aludía a la intensa obra del mismo nombre que intentó poner Orson Welles en Broadway por los críticos años 30 si no la hubiese prohibido la censura y aquí, y en España, le pusieron el anodino título de Abajo el telón. Hay cientos de lamentables ejemplos por el estilo. Esta es, además de una decisión propia de tontos, una falta de respeto a la obra, al autor y a su destinatario, el público. A veces, como con en el caso que ahora nos ocupa, la arbitrariedad atenta contra el sentido mismo de la obra.
En este caso el título original, En el valle de Elah, refiere a una clave conceptual de la misma y es que, precisamente, en el multifacético valle de Elah transcurre repetido y con sus distintos y espeluznantes rostros el drama que nos conmueve.
La anécdota central y periférica es la tragedia de unos padres ante la muerte de su hijo, agravada por la perversa morbosidad en que ella se va revelando lentamente, tal como ocurrió.
El padre, veterano de la rotunda experiencia de la invasión norteamericana a Vietnam, antecedente no menor, militar retirado que conserva sus manías de cuartel por la prolija manera de tender la cama, planchar sus pantalones, lustrar y acomodar su calzado, moverse, tratar a los demás, establecer sus pautas de rígido patriotismo, cuidar las formas e inducir a sus hijos, contra la voluntad de su mujer, a la sacrificada carrera militar. Constituido como eje del relato va escarbando en la investigación de la desaparición de su hijo, tarea que transita con solvencia y efectividad que llamativamente consigue independizar de su doloroso compromiso afectivo y que, más que acompañarlo, lo va cargando de una energía desoladora.
La madre, una típica madre de militar, que ama a sus hijos pero se somete al rígido verticalismo de su marido y sólo le queda el llanto y la desesperación cuando ya no hay nada que hacer.
La policía detective que se revela como una heroína que deja al descubierto, con su tesón inclaudicable, las miserias confrontativas de la institución a la que pertenece, la Policía, y de su adversaria juridiccional, y principal actora de la historia, el Ejército norteamericano.
El hijo desaparecido, cuya contradictoria personalidad, entre la descarnada perversión y el desasosiego de un niño perdido en su abrumadora circunstancia, que se logra construir no con su presencia sino a partir del relato de su entorno y de una serie de desprolijos registros fílmicos que dotan al asunto de un dramatismo que quita el aliento.
Los soldados compañeros de correrías, tanto bélicas como de juergas fuera de servicio, que terminan poniendo de relieve la destruida calidad humana de este grupo que deja como saldo una insensata aventura guerrera y que se evidencia en la indolente y risueña manera en que el asesino revela, ante el estupor del padre y la detective, como le asestó a su camarada cuarenta y dos puñaladas para después despiezarlo y asarlo.
La compleja clave de la historia aparece, en toda su imponente magnitud, ilustrada en un circunstancial relato del padre para ayudar a dormir al pequeño hijo de la detective, David, cuando le narra las peripecias bíblicas de David y Goliath en el valle de Elah. En el cuento el débil judío, que carece de armas y sólo cuenta con unas piedras y su honda, logra vencer al gigante palestino, no dice filisteo como cuenta Samuel en la Biblia. El diálogo se enriquece cuando el padre le dice al niño que la cuestión es vencer al miedo, que de ese modo no hay monstruo que se resista, a lo que el niño, embelesado con la historia le pregunta, tuviste que luchar con alguno, y ante la respuesta afirmativa le repregunta, y venciste, y el padre no le dice que si, porque en Vietnam, ese valle de Elah, cuando se enfrentó con un monstruo sin armas pero que pudo vencer al miedo, perdió la batalla, y entonces le responde simplemente que apenas sobrevivió, le dice lacónicamente, aquí me ves. En el giro caprichoso que a veces tienen las moralejas, el débil en la confrontación Israel-Palestina se invierte ya que el monstruo invencible, el Goliath, una desmesurada potencia armamentística gracias a la ayuda estadounidense, le cabe a Israel, mientras que el débil, el David, es Palestina, que lucha con piedras y con su decisión de vencer al miedo. Y la historia se repica en Irak, otro absurdo, despiadado y significativo valle de Elah. Y, mal que les pese a los invasores, la cosa le vuelve y se instala en su propio territorio, reproduciendo la barbarie que ellos siembran en el mundo, convirtiendo a su patria, en claras señales de emergencia, como lo ilustra la bandera izada al revés, en otro valle de Elah, esta vez en su propia casa.
Una lapidaria crítica firmada por Diego Brodersen publicada en la Web de Otros cines (http://www.otroscines.com/criticas_detalle.php?idnota=1271) bajo el título Pecados de guerra termina con esta elocuente frase: Por supuesto, La conspiración fue un rotundo fracaso de público en los Estados Unidos. El “por supuesto” tuvo la clara intención de que la circunstancia del “mal negocio” en el país de origen de la película le avalara su juicio condenatorio. Sin embargo creo que está bien, si no fuera que está bastante destruida la mayoría de la opinión pública norteamericana que vive en ese verdadero valle de Elah, la excelente película de Paul Haggis, conducida con la solvencia actoral de los notables Tommy Lee Jones, Charlize Theron, Jason Patric, Susan Sarandon, James Franco y Josh Brolin, hubiera tenido el rotundo éxito que merecía. Pero esa es otra cuestión. Tendrían que asumir con valentía el triste papel que como nación están provocando en el inmenso valle de Elah en que han convertido al mundo entero y donde están, manifiestamente, perdiendo la batalla porque cada vez los débiles le tenemos menos miedo.

Buenos Aires, 15 de julio de 2009.

**(crítica) El cine en “La sangre brota” de Pablo Fendrik

28 de junio de 2009
El cine nació cojo y no supo de su cojera hasta bastante mayorcito, 32 años después, cuando The Jazz Singer vió la luz y pudimos, además de apreciarlo en la pantalla, escuchar cantar a Al Jolson. Allí se completaría esta enorme criatura que iba a crecer apoyada en sus dos promisorias piernas: imagen, en movimiento, y sonido. Al parir lo confundieron en su bautismo al darle el nombre derivado del griego kiné, movimiento. Allí quedó afuera su otra pata que llegaría más tarde. A modo de tardía reparación integradora vino lo de lenguaje o comunicación audiovisual pero ya su documento de identidad estaba escrito de modo indeleble: se llamaría cine, a secas. Hoy todos reconocemos que esta es una expresión que reparte sus dones por igual y de manera sincronizada para ojos y orejas, no importa si en la mitad del cuento la pantalla se nos muestre vacía o se haga silencio. Pero el silencio en todo el desarrollo del film resultaba abrumador, de ahí que en las primeras proyecciones se “llenaba” el vacío con un pianista en vivo que iba, desde abajo, “comentando” el relato. Más tarde vino lo del sonido aplicado y en sincro y surgió lo de las bandas sonoras por separado, básicamente tres: el hablado, los ruidos ambiente y la música incidental. Todo junto en función de contarnos un cuento, un acontecimiento dramático, y hacer vibrar nuestra sensibilidad. A veces problemas técnicos impedían este fundamental objetivo. Para suprimir la invasión de ruidos molestos el hablado se “doblaba” por los mismos actores, cosa que si no se hacía bien las palabras resultaban poco creíbles. Tenía de bueno que se escuchaba bien, cosa indispensable si nos quieren contar un cuento. Los nuevos recursos permiten filmar con sonido directo, lo que tiene las ventajas y desventajas señaladas: mayor credibilidad frente a dificultar la audición y, por ende, la comprensión del texto. Esta dificultad contradictoria es la que tuve en mi primera visión de “La sangre brota” de Pablo Fendrik, una de las obras más importantes del cine nacional e incluso del de otras latitudes que pude ver. Fendrik, con sus planos detalle, sus PP, sus movimientos a veces desprolijos, en mano y sin steady cam, pero igual de vibrantes, utiliza la cámara como un instrumento de disección que nos va trayendo-llevando en la situación que se va desarrollando, o quizás mejor habría que decir desangrando, desde las entrañas de la historia para que vayamos descubriendo, leyendo trabajosamente el contenido de la imagen lo cual forma parte de la intensidad y la índole del relato. Un relato que puede a veces mostrar ciertas inconsistencias, que no son otra cosa que las del mundo cotidiano que vivimos y que hacen crecer nuestra vinculación con el drama. Un drama que trasciende la singularidad de la historia y se parece, mal que nos pese, a ciertos aspectos monstruosos de la sociedad que nos toca compartir. Y en ese fuerte intercambio de emociones está presente el sonido del film, como una parte visceral, inseparable, vital, del cuento, con sonidos que a veces aparecen en un segundo plano casi incomprensibles, si se lo pretendieran decodificar aislados del contexto dramático. Y donde las dos entidades, imagen y sonido, se consuman en una intensa, dura y hermosa obra de arte.

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