miércoles, 16 de septiembre de 2009

*Cómo veo la guerra

10/04/2003.

La primer imagen de guerra en mi memoria fue una ilustración y una canción escolar referidas a lo mismo: el sargento Cabral liberando a San Martín del peso de su caballo mientras un ignoto realista lo atravesaba por la espalda con su bayoneta. No supimos más nada del soldado heroico que diera la vida por su jefe, fuera de aquellos entrañables dibujos del Billiken y del relato epopéyico de la Marcha de San Lorenzo. La guerra entonces para mi era eso, heroísmo, arrojo, sacrificio compensado por el honor.
Más tarde fue la literatura a través del alegato pacifista de Erich Maria Remarque, que desde su “Sin novedad en el frente” me descubría la primera guerra mundial y la muerte irracional. La guerra pasó a ser entonces algo absurdo e incomprensible.
Después como una catarata, el cine norteamericano de los 40 con sus inefables estrellas luchando y siempre venciendo, claro, a los desalmados, feos y odiosos alemanes y japoneses, infectas encarnaciones del mal. Entraban ahora nuevos elementos, las motivaciones de la lucha en su búsqueda de libertad, justicia, democracia. La guerra me significó la sacrificada justificación en defensa de tan elevados valores.
Siguió la guerra fría con la contradicción de los contendientes no pudiendo pasar la raya de la amenaza debido a que la extrema potencia destructiva de cada uno ponía en riesgo todo, al adversario y a sí mismo. Mientras la lucha, en intervenciones nada frías por cierto, se daba en cada campo del enfrentamiento. Unos para defender un viejo sistema en decadencia y el otro para expandir y preservar un nuevo sistema en crisis de crecimiento. La guerra pasó a ser una disputa con carnadura ideológica. Un precario equilibrio conflictivo.
El supuesto desenlace de esta última contienda fue el triunfo de un bando a expensas de la estrepitosa caída del otro, lo que le permitió elucubrar a un lunático ya olvidado que la historia había llegado a su fin. El triunfador quedó a solas, dueño de la situación, sin un contrincante a quien enfrentar. Todo indicaba que tendría el camino despejado. Pero la dialéctica, se sabe, es mañosa e inasible. Cuanto uno más se confía más riesgos corre. Y así el brillante ganador fue pasando de un estado de euforia, de lujos y consumismo desmedido, a una creciente y desembozada desesperación: ahora debe vérselas consigo mismo, con sus limitaciones estructurales, con su descarnada hipocresía, con su falta de perspectivas, con su soledad, con su voracidad sin límites, con su furia genocida, con el creciente descrédito que provoca, con su descaro mentiroso, con su ineludible necesidad de alimentar, de atosigar el buche, a la bestia insaciable que es, y esto pretende hacerlo con petróleo que por su uso irracional lo convirtió en un veneno planetario.
La guerra, que nos muestra al vencedor con su descomunal superioridad de recursos bélicos y su precaria estatura ética, oculta en sus entrañas una contradicción que acabará siendo su propia lápida. Y otra más importante: cuanto más categórica y rápida aparece la pírrica victoria conseguida, más cerca pone a los vencidos ocasionales, que somos abrumadora mayoría, en la perentoria facultad de organizarnos para lograr sí, un triunfo concluyente.
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