miércoles, 16 de septiembre de 2009

*Día de elección (27/04/03)

8 de mayo de 2003

El nombre es revelador. Un día, cada tantos años, nos dejan elegir. Ese día, paradoja, elegimos a quienes nos dan esa esporádica y retaceada facultad mientras ellos se arrogan la atribución de elegir día a día, durante años y en nombre nuestro, cosas por lo común contrarias a nuestros intereses. Es la democracia “representativa” que tenemos. Más que formal, falsa.
El 19 de diciembre de 2001 el pueblo, casi sin excepciones, haciendo manifiesto su hartazgo largo tiempo acumulado, explotó en un tronar de cacerolas. En la abrumadora y elocuente síntesis con que a veces las comunidades se saben expresar exigió, exigimos a coro, desde distintos rincones del país, “que se vayan todos”. Pero toda explosión, como en la física, si no se canaliza se desperdiga, es caótica y al final se diluye. Bien mirado, nunca se pierde todo. En algún lado se guarda, se junta, está. Y es quizás esa especie de conciencia larvada la que nos convenció que ese reclamo impulsivo era, a la par de legítimo, inviable. Se hacía necesario, como previo, crear las condiciones para ocupar el vacío propuesto por un sector numeroso de la sociedad.
Mientras los actores políticos (el subsistente y chamuscado complejo peronista, ya que la otra pata del atril, el radicalismo, entró en vías de evaporación) o sea la hegemonía tradicional en ejercicio, muy lejos de irse, sordos al sentir y a las demandas del pueblo que no quería tomar más de esa sopa, para superar la crisis institucional venían descaradamente a ofrecer más de lo mismo: continuar aferrándose a los cargos profanados en una larga transición y desde ese espacio de privilegio armar elecciones a la medida de sus personales intereses.
Pulsada la reacción popular hacia la política convencional desde fines del 2001 y principios del 2002 hasta los primeros meses del 2003, el resultado eleccionario presagiaba un calamitoso signo negativo. Las elecciones, de impronta esquizofrénica, programadas para fines de abril de 2003 mostraban hasta poco tiempo antes, un grado de abstención electoral record. La organización político-social que se hubiera podido constituir como una alternativa del indigesto menú político en oferta no pudo o no supo formalizarse. Ni las asambleas populares ni los partidos políticos enfrentados al bipartidismo tradicional ni ninguna otra organización consiguieron conformar una opción válida. Y la fecha se acercaba, y lo ofrecido desde el “poder” no sólo se mantenía en los carriles trillados sino que para colmo se acentuaba, multiplicándose en cada desprestigiado lema partidario: tres candidatos por un peronismo languideciente y amorfo y otros tantos por un radicalismo en coma terminal, disfrazado con otros nombres. Y todo, dominado por la amenaza de un retorno increíble que pendía sobre la testa de la mayoría de los argentinos. Y la opción que quedaba volvió a ser por el menos malo, otra vez parecida sopa, como cuando de chicos nos indagábamos sobre cuál desgracia resultaba mejor, si ser sordos o ciegos.
Por mi parte, no sabía qué hacer. Dudaba entre volver a desperdiciar mi minúsculo voto en una variante afín a mis ideales cada vez más utópicos, proporcionales a la tozuda malversación que sufrían año tras año debido a la torpeza de tristes referentes partidarios o seguir la corriente, votar en contra de mis convicciones pero hacerlo nada más que para evitar un mal mayor... o no votar. No pude menos que caer en esa duda filo omnipotente paranoide de plantearme ¿y si no voto y por mi culpa gana el fulano? Tomé el documento y me fui, sumergido en el caldo de mi sopor existencial, hasta la puerta del comicio y me paré allí y me puse a mirar a la gente que iba, que entraba y que salía, muchos de ellos con caras adustas, acontecidas y una cosa que siempre me llamó la atención: la mayoría atildados, como pa´ir de fiesta o de misa. Una pulcritud como ritual de un extraño culto masoca: acicalarse para que te pasen el trapo, para que te terminen fregando. Me quedé un rato, miré un poco más el triste desfile de la realidad y me fui sin votar. Volví a casa a tomar mate confiando que no pasara lo peor. Ya era bastante malo el panorama.
Al anochecer comprobé que el remoto desinterés se había trocado en entusiasmo cívico. La abstención record se convirtió en una inigualada concurrencia emergente. El rechazo mostrado hasta hace poco e inclusive el voto bronca, el voto Clemente, el voto en blanco, variantes del cacerolazo, dieron lugar, en poco tiempo y sin acuerdos orquestados desde arriba, al voto positivo, al voto miedo, al voto útil, lo que sea, pero se votó en pro como nunca. ¿Cómo descifrar este súbito cambio social? ¿Sobre todo cuando el crédito popular sigue cerrado o, por lo menos, altamente cuestionado? Es inútil. No debe haber cosa más triste que cuando la jodida historia se repite.

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