miércoles, 16 de septiembre de 2009

*Mi mundo, mi lugar, mi casa natal - I

15 de mayo de 2003

Fue mi mundo, mi universo infantil antes que mi casa, donde nací y viví hasta que me casé, 25 años. Aquel zaguán, fresco refugio del verano, el patio, para mí enorme, de baldosas en damero negriblanco que al calor solíamos baldear en patas, la gran pajarera con su bravo cardenal, el cabecita negra y los canarios, los macetones de mamá desbordando geranios y malvones, salpicados con alegrías del hogar. Las dos piezas que daban al patio, la nuestra con el amplio y austero baño contiguo, no dá para llamarlo “en suite”, de papá, mamá, mi hermano Julio y yo, y al lado el cuarto de la inquilina, doña Rosa, la enfermera peronista con su hijo, el Negro, marino del rastreador Fournier que naufragó en el sur y que una noche lloramos inutilmente porque al final terminó a salvo. Adelante el local a la calle y la pieza del fondo, que daba al patiecito de atrás con el duraznero japonés, alquilados como local y pieza, así rezaba en los recibos mensuales, al armenio zapatero remendón don Martín, que todas las tardes dejaba que nutriera mi imaginación con el suplemento de historietas de Crítica y su mujer, la voluminosa y sensual Doña Anita, inspiradora de mis tempranas fantasías sexuales autosustentadas. Seguían, en una fila a un costado más al fondo, las tres diminutas cocinas de madera pintadas de verde oscuro, techos de chapa y frente a ellas, con puertas que daban al patio principal y al del fondo, el ambiente más espacioso de la casa, la sala de estar, comedor, lugar de tareas escolares, con su exiguo e insuficiente brasero de los fríos inviernos y que era el lugar de la fiesta de los tallarines del domingo, con la bienvenida visita semanal de mi hermana Esther y su marido, mi cuñado Pepe, al que quise tanto y odié más cuando borracho torturaba con su caída a mi hermana y al final cayó estragado por el alcohol y la cirrosis, y la radio con el programa de Jabón Federal y los partidos de Fioravanti y las densas trasmisiones de Luis Elías Sojit y las carreras de Fangio y la cafetera de Nicola Paone y las novelas de Radio del Pueblo y el Santo y el Glostora Tango Club y los Perez García... Más atrás, las piletas de lavar, la mas chica para platos y verdura, la grande para la ropa y al fondo el escueto servicio de los inquilinos, inodoro y ducha, frío de pelarse. Pegado a él, la escalera que daba a la primer azotea con la enredadera de glicinas, perdurable olor del incipiente verano y la parra de uva chinche y la pequeña pieza con banderola de volcar, que años más tarde sería de Julio y mía, con una cocinita de madera y su eterno olor a guiso de lentejas de la otra inquilina, la paraguaya Bernarda y su vieja y silenciosa mamá. Y, cuatro escalones más arriba, la terraza de baldosas coloradas con otro cuarto y su pequeña cocinita que había sido ocupada por mi hermano mayor, el gallego Alejo, con su cuadrito del inefable escudito de San Lorenzo, mi primera pasión futbolera, el Ciclón de Boedo, y al lado el añorado galpón de papá, su (y mi) refugio de los domingos, con su banco de carpintero y su colección de-todas-las-cosas. Al frente, el infaltable gallinero, provisión diaria de huevos y de carne en fechas especiales, y atravesando la terraza a todo lo ancho, la sogas de colgar la ropa que cuando lucían cargadas, casi siempre, impedían hacer el picado con mi hermano cinco años mayor, donde yo siempre terminaba perdiendo.
Aquel que fue mi mundo, mi universo, se abrió más tarde hacia la calle, la que aparece en mi memoria como la anchísima Avenida del Trabajo, última frontera entre la civilización urbana y las calles de tierra y la quema del bajo Flores, y justo frente a casa, en la esquina, el almacén y despacho de bebidas de los gallegos Barros y Hurtado con sus del viejo tintillo Toro y su penetrante olor por el aserrín húmedo de vino, y el escolaso, y sus guapos trasnochados, y sus mesas de billar donde pude lucir glorias efímeras, lugar de aventuras marginales hasta que fui siendo llevado por las vías en que fatigaba cancino y ruidoso el tranvía 49, ida y vuelta del Cementerio de Flores a Primera Junta, estación terminal del subte a Plaza de Mayo, el vértigo del centro de la ciudad que se me abría a nuevas vivencias y a un cosmos cada vez más amplio mientras mi casa, la casita de mis viejos, se iba achicando en una escala física a medida que se agrandaba en mi propio corazón.

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