sábado, 21 de noviembre de 2009

Vigencia de la política (una propuesta para el bicentenario)

Hace unos años nos visitó Lula da Silva. Vino a la CTA en ocasión de las Jornadas por el Nuevo Pensamiento que aquel año se organizaron en el Colegio Buenos Aires. Todavía no era Presidente del Brasil pero dejaba ver la sencillez y profundidad de su inteligencia. Nos regaló un discurso muy rico y claro, como siempre. Una de sus frases fue: Hacen mal los que afirman que la política no les interesa por que de ese modo la dejan en manos de los que sí les interesa.
Cuando uno busca en los diccionarios la definición de la palabra política se encuentra con distintas. Desde lo que significa como entidad filosófica hasta sus variados sentidos funcionales. De estas últimas destacamos: “Dicho de una persona que interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado.” Alude, como habitualmente se dice, a los que “hacen la política”, a los políticos. Es muy distinto el alcance de la política como posibilidad potencial a lo que se reduce a su manejo en manos de los políticos. El dardo de Lula tiene dos destinos convergentes y reversibles: el desinterés de la sociedad por la política es, precisamente, lo que fecunda a la clase política que aquella misma detesta y, a su vez, la clase política detestable es la que, coincidentemente, genera, en una miserable estrategia, el rechazo de la sociedad para mantenerse en el lugar de privilegio que ocupa. La única forma de resolver este antiguo dilema es que la sociedad pase a ser la protagonista permanente de la política, no de vez en cuando como se le miente, como le vinieron mintiendo descaradamente los políticos interesados en monopolizar la cosa, con el ejercicio, cada tantos años, del voto sino todos los días, a cada momento ya que la vida social plantea, a cada paso, en cada rincón y en todo momento, cuestiones políticas a ser resueltas.
Otro de los mitos que vino a derrumbar la figura de Lula, y de otros como el caso de Evo, es que la política es patrimonio exclusivo de los doctos. Por esa intencionada mitología fue que la inmensa mayoría eran letrados, abogados más precisamente hábiles en desechar a los legos, o también militares confiables al poder sucesivo o exitosos comerciantes y hasta actores famosos pero jamás, jamás existían posibilidades de que el centro del escenario político de un máximo cargo fuera ocupado por un simple obrero mecánico, sin título doctoral alguno, y mucho menos aún por un indígena aimara.
Ciertos mitos aislados no molestan, son inofensivos. Lo que ocurre es que estos nunca están solos sino que se construyen a partir de determinados intereses: garantizar la correcta, para propio provecho, administración de los derechos. Uno de ellos, quizá el principal, es el derecho a la propiedad. Y la extensión de tal figura del derecho no se reduce a objetos menores, como lo suelen disfrazar los políticos administradores haciendo creer que la propiedad en cuestión se reduce tácitamente a la casita suburbana de un trabajador o a sus zapatillas compradas con el sudor de su frente, sino a una de las propiedades más emblemáticas y significativas del abanico de posibilidades: la tierra. Que no es lo mismo, por cierto, que el terrenito para levantar el rancho. Hablamos de enormes extensiones, latifundios que escapan a la imaginación de la gente sencilla, incapacidad funcional al sistema.
Un solo dueño tenía hace unos pocos años en el Sur del país más de 6 millones de hectáreas. Según cuenta Bayer en la Contratapa de Pág/12 de hoy, 21/11/2009, en el año 1879 el presidente de la Sociedad Rural Argentina, Martínez de Hoz, recibió del gobierno argentino la friolera de 2 millones 500 mil hectáreas; los Roca, Julio Argentino y su hermano Ataliva, “repartieron” 41 millones de hectáreas conquistadas “para el progreso”. Reparto que se hizo seguramente entre unos pocos destacados representantes de la civilidad nacional. Y esta situación de adueñarse de la Argentina, que representa ni más ni menos que hacerse dueños por derecho “constitucional” de grandes espacios de la tierra que la constituyen, se vino profundizando con negociados que conocemos poco en beneficio de naturales y extranjeros prominentes que vinieron a hacer negocio a este país tan promisorio.
Entre las maneras de concebir la tierra podemos citar:
• la metafórica, la que se refiere a que uno, como ser nacional, pertenece a una tierra que, según pintan los poetas, es la suya. Uno dice, soy argentino, ergo, la Argentina es “mi” tierra, como el título de la canción de María Elena Walsh, Serenata para la tierra de uno o la legendaria de Gardel y Le Pera, Lejana tierra mía aludiendo a toda la Patria aunque uno sea dueño nada más que de las que contienen sus macetas del patio o el balcón. Fuera de ello, y cada vez más desde que se estableció como mercancía, la tierra por lo común es de los otros, sus pocos dueños con nombre y apellido.
• la cosmovisión propia de los pueblos originarios, la Pachamama, madre tierra. Toda la naturaleza, por extensión, como divinidad proveedora y protectora con la que se establece una suerte de reciprocidad, tanto me das tanto te doy. La Pachamama tiene hambre frecuente y si no se la nutre con las ofrendas o si se la ofende provoca enfermedades. Ni más ni menos que lo que está ocurriendo en este loco proceso destructivo a que la somete la angurria humana.
• un recurso productivo, el más importante en tanto fuente suministradora de los medios indispensables para la continuidad de la vida y, al mismo tiempo, mediante la explotación depredadora y extractiva, fuente de negocios espurios.
Este último aspecto es el que exige una corrección al disparate que pone en serio riesgo a la continuidad de la vida en el planeta y probablemente al planeta mismo. Y vale hacernos la pregunta ¿cuál es la herramienta, la única para revertir de manera cada vez más perentoria esta situación? No hay otra que la política. Pero no la convencional, la que se somete a las condiciones que le imponen el capitalismo y sus sirvientes. Una política en que la inteligencia supere a la conveniencia bastarda. Una política manejada por los pueblos en beneficio de ellos y no por los políticos en beneficio propio. En nuestro caso, que los argentinos nos hagamos dueños de la política, y de la tierra, argentina.

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